domingo, 6 de junio de 2010

Mito e historia: A veinte años luz, de Elsa Osorio

A los estudiantes en huelga; porque sí.

"Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre". La guerra de los cristeros. Historia y mito se funden en una de las novelas más importantes que se escribieron en el S. XX; Pedro Páramo, de Juan Rulfo. En esta novela escrita a mediados de ese siglo, a 140 años de guerra por la Independencia Mexicana, comienza a denunciarse que el padre es un páramo: el padre, la nación, el proyecto burgués moderno. A pesar de esto, el padre no puede evitar volverse goce, como en los años 60: las luchas por adquirir iguales derechos de los negros estadounidense (hoy Obama), las luchas estudiantiles en Francia y en el resto del mundo, el feminismo. Hoy el goce sigue cuando el padre deja atrás sus atributos de macho, con los LGBT y sus luchas.

En los años 60 los escritores hispanoamericanos revisaron mito e historia de forma grandilocuente. Se proponían revisar todo el mito, toda la historia en libros monumentales, como Cien años de soledad (García Márquez), La muerte de Artemio Cruz (Fuentes), La casa verde (Vargas Llosa) o Canto general (Neruda). Luego se pensó, se debetió, son otros padres que quieren ocupar el lugar de padres anteriores en cuanto se presentan como el origen y pretenden que sus escritos estructuren el orden de las cosas.

Hoy se vuelve sobre la historia y el mito, pero la óptica es otra. No es que se evite la historia; la segunda mitad del siglo fue testigo de muchas violencias y atrocidades. Si se declara el fin de la historia entonces no habría para qué insistir en meter el dedo en esas llagas. Pero me parece que sin limpiar el pasado de mierda, no podemos vivir hoy. Igual pasa con el mito. Se vuelve a hablar con el padre, pero se le toma la mano, se la aprieta cuando éste se descompone por sus memorias, se lo llama a capítulo cuando desvaría, se lo obliga a escuchar. Tal vez la literatura hoy se parece más a la conversación que todo acto literario es en escencia (no un monólogo).

Me vienen a la mente varios libros contemporáneos vuelven sobre el mito y la historia de forma despiadada, conmovedora, compleja, honesta, conversada. Eso implica que el saber reside en más de una parte. No es propiedad de los dioses ni sus representantes (¿quiénes son esos dioses y quiénes los representan?). Hay muchos saberes. Tantos como personas, sea ésta un rey o una puta; ambos saben, de lo suyo. La diferencia es que unos saben con poder y otros saben sin las estructura que validan esos saberes. A veces un libro se presenta como una intervención en las estructuras que viabilizan la diseminación de saberes subalternos, porque los ponen a dialogar con otros que sí están expuestos porque han contado con las estructuras para exponerse. Tal vez el afán de historia en el campo literario de hoy, corresponde con el hecho de que hay historias que han encontrado estructuras para ser dichas. En ese sentido, me encantó leer A veinte años, Luz, de la argentina Elsa Osorio.

Es la historia de una hija de desaparecidos (la narración nos cuenta el momento en que asesinaron a su madre) que conversa con su padre (exiliado en Europa), al haberlo finalmente encontrado, luego de que sospechara su historia silenciada e hiciera esfuerzos parecidos a la locura para saber su origen. Es un libro construido a partir de conversaciones. Habla la puta que cuidó a Luz por un tiempo, trató de salvar a la madre y fue custodia de su historia. Habla Eduardo, el padre que la adoptó, sin saber detalles de su procedencia, quien en cierto momento insiste en investigar y termina... (bueno, no les cuento). Habla Luz, habla la madre de Luz (Lilliana Ortiz), cada cual dice cosas, desde su historia y su registro; maneja su verdad y sus saberes. Pero no es una novela ingenua que enfrenta los buenos a los malos. Bueno, hay personajes malos, malos; pero cómo salvar a un milico torturador y asesino. Los protagonistas, sin embargo, son humanos y complejos, cambiantes, cobardes y valientes, decididos y pusilánimes, y aún así terminan actuando de acuerdo a una conciencia (¿mítica?) que diferencia el mal del bien y las consecuancias de actuar de cada lado.

Como en los libros de Carlos Franz (que me dicen que es conservador), como en los de Santiago Roncagliolo, los de Iván Thays, Mayra Santos Febres, incluso los de Jorge Volpi, hay una voluntad de volver sobre la historia y el mito (el padre, aunque sea padre ausente, reemplazado por una madre), porque aunque no haya intención de volver a escribir la historia general, hay muchas historias individuales que necesitan entrar a la conversación humana. Sin melodramas, hablar con el padre tomándole la mano, apretársela cuando tengamos que decir algo difícil, aunque se la suelte para manotear o llorar cuando haga falta.

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