jueves, 3 de enero de 2013

El espejo y la sombra


A mami y a papi que no lo leerán, aunque sea en cierta forma una disculpa pública.

Cuando nació mi niño me quedaba mirándolo en trance, por horas.  Me sorprendía que se pareciera tanto a mí, así tan pequeño, y pensé que la maternidad es narcisismo puro.  Uno ama esas pequeñas extensiones que le han salido a uno casi sin darse cuenta.  Pero lo que hay ahí es otra persona y pronto te lo hará notar.  Por respeto a eso siempre lo traté como un par; no una cosita, la ficción de la niñez siempre me molestó.  Tengo memoria de cuando tenía dos años y hasta anteriores.  Recuerdo que me molestaba que la gente cambiara a la imbecilidad para dirigirse a una persona que tiene todas sus capacidades cerebrales, cognitivas, lógicas, intuitivas, aunque no piense como la mayoría sólo porque le falta la información y la experiencia que tienen la mayoría para pensar.  No me lo habré planteado así, pero algo de eso pensaba.

A propósito, un recuerdo.  El niño jugaba en el interior del carro que dejó mi abuelo, allí perennemente estacionado en la marquesina de mi abuela.  Nosotras conversábamos mirando la costa de Luquillo desde Guavate, allá en la marquesina ésa, al lado del carro.  En la conversación, mi abuela se admira de que no le hablo como un bebé al nene.  De momento se encierra el niñito con seguro dentro del carro.  Mi abuela se refugia en la alarma.  Yo le digo, calma, y me acerco a la ventana.  Le digo al niño, de --¿cuántos meses?  ¿O tendría un año?--  abre el seguro de la puerta que estás encerrado.  Sí, ese...  Mi abuela se ríe incrédula...  Ese palito es el seguro.  Hálalo hacia afuera...  En niño se acerca y abre la puerta.  Gracias.  Muy bien.  Luego entro y le explico.   Es que si cierras ahí luego no puedo entrar y puede ser peligroso; te puedes meter en un problema.  Si quieres jugar aquí no puedes tocar eso.

Si importa respetar que es un cerebro que piensa y un corazón que siente, entonces hay que plantarse con las piernas separadas y los pies bien planos en la tierra pa aguantar el golpe porque a partir de su lógica y su experiencia va a retar lo que crees que sabes.  Ahí el espejo deja de ser las aguas cristalinas en las que se contemplaba Narciso.  Es como el espejo de la madrastra de Blancanieves, que cuando la niña crece, le contesta que ella ya no es la más bella--la más justa, la más honesta, la más consecuente, lo que sea--.  En el proceso de crecimiento ves tus malas mañas repetidas en otra persona y te asustas (¿así me veo yo?, ¿se está reproduciendo "eso" en esta otra persona?).  Si pretendes ser honesto, te corriges cuanto puedas; corregir la imagen para que corresponda un poco más con la fantasía que se tiene de uno mismo, o poner la vara más alta si hace falta.  Los niños exigen.  Y retan.

Ese espejo comienza a retarte abiertamente, sin la inocencia de los retos del niño.  Ya desde la pre-adolescencia quiere salirse del camino y hacer sus propias veredas.  Necesita dejar de parecerse a ti.  Inventarse algo que tiene qué ver consigo mismo.  Hay que dejarlo que explore, sin que se haga daño.  A veces hay que plantarse, no voy a dejar que te hagas daño.  Lo difícil es saber dónde está la raya.  Distinguir si esa raya tiene que ver con tus propios miedos, prejuicios,  vagancias.  Esa evaluación la puedes hacer tú, si quieres, que si no, la hará el espejo con argumentos propios o a gritos si no lo escuchas.

Con el pasar de los años entiendo más a la madrastra aterrorizada ante el espejo mágico y hasta me da pena.  Yo, en lugar de mandar a sacarle el corazón a la criatura, espero poder ayudarlo a fortalecerse para que con la sombra que me lanza a la cara haga que el corazón mio crezca y se fortalezca.  Me está haciendo un favor. Ojalá gane él la pelea que está por comenzar.  Estoy aterrorizada, pero zúmbame que yo te zumbo--como cuando bebé: sin condescendencias-- que tenemos que seguir creciendo los dos.   Dale, y espero que seas tú quien más gane y yo quien más crezca.