lunes, 26 de julio de 2010

La sencillez de la esperanza obstinada

Homenaje tardío a la vida de José Saramago. 

Entiendo la literatura como conversación.  Me gusta hablar con Foucault, con Homero, o con Laguerre, aunque uno sea francés, el otro de una época anterior a todo, en la que vivió por otros lugares que nunca pisé y aunque todos estén ya muertos.  Escribir un libro es participar de la conversación póstuma de la humanidad.  Leerlo es participar de oyente.  José Saramago seguirá conversando con mucha gente, por muchos años, y eso me alegra.  Pero para decir de forma resumida lo que me significa este autor, escojo comentar una entrevista.  Es un modo de conversar más directo.  Y, además, más que sus libros, a mí me conmueve su vida.

La creencia en la reencarnación responde a la impresión que tenemos de que una vida no es suficiente.  A pesar de los mal ratos personales, de la violencia y la estupidez humana, a algunos nos gusta vivir y lo hacemos concientes de que es un viaje corto.  También lamentamos que no podamos estar en varias dimesiones simultáneamente.  Como dice la canción de Joaquín Sabina, poder ser pirata, violinista, bailarina, cirujano, partera, dueña de un bar.  José Saramago tuvo la suerte, o la sabiduría y la paciencia; la fe, que le permitieron vivir varias vidas.

Nacido de campesinos analfabetos, se hizo aprendiz de un abuelo sabio.  “¿A qué clase de sabiduría se refiere?  Al hecho de que entre esa persona y la vida no existe un espacio de separación, y lo que sucede ahora es que entre los que saben y la vida sí hay un espacio de separación.  La sabiduría es el respeto del otro, la capacidad de entender lo que es distinto y todo aquello que a uno lo hace sentir que pertenece a algo que nos contiene a todos, a la comunidad humana.”  No tuvo maestros ni guías.  No fue a la universidad.  Leía en bibliotecas públicas después del trabajo.  Ganó el Nobel.

Dejó de ser oyente para pasar a ser enunciante en la conversación humana después de cumplidos los 60 años. Se casó tres veces.  A la última esposa, la conoció a los setenta años.  Con ella vivió casi dos décadas.  Sobre esto comenta:  “No lo sé, sencillamente he estado viviendo, haciendo en cada momento lo que tenía que hacer, he pasado por muchas cosas durante la vida y ahora tengo la fortuna de que, al contrario de lo que ocurre al llegar a cierta edad, en la que muchos sienten que ya está todo hecho, que ya lo ha dicho antes, que ya no se tiene capacidad para decidir, trabajar y todo eso, me siento con las energías intactas.”

Pero no por esa falta de pretención se contenta con el espectáculo del mundo.  Al hablar de su novela “El año de la muerte de Ricardo Reis” comentó:   “Pero el año ’36 es el año del huevo de la serpiente.  Se está preparando todo para lo que ocurrirá tres años después, en 1939 [se refiere a la 2da Guerra Mundial].  Ya es la Guerra Civil en España.  Ya es  la ocupación militar de Renania por las tropas nazis, es el Frente Popular en Francia, es la guerra en contra de Etiopía, es todo esto, todo esto y, es la creación de las milicias fascistas en Portugal.  Entonces, es como si yo estuviera diciendo a Ricardo Reis:  ‘¿Pues tú te crees que la sabiduría es contentarse uno con el espectáculo del mundo?  Pues entonces aquí tienes el espectáculo del mundo y dime si se puede llamar sabiduría a contentarse sentando mirando el espectáculo.’”

A pesar de su vida larga y rica, estaba conciente de que no sería testigo del producto del cambio presente.  Declara la Ilustración muerta (la idea de que a partir de la razón podemos organizar un mundo perfecto):  “Estamos cruzando un puente y muchos de nosotros, por la edad o por inadaptación, nos vamos a quedar afuera.  En la otra orilla empieza un ser humano que tiene poco que ver con nosotros”.
 
En su entrevista, dada en la isla de Lanzarote, donde tenía su casa, muestra que estaba al día con los sucesos del mundo.  Estaba pendiente de la crisis económica en Argentina, de la Guerra entre Palestina e Israel, de los sucesos del 911.  Con todo, no pierde la esperanza.  Tal vez todas las palabras de su conversación se resuman en su crítica a la tolerancia.  No es suficiente.  “Tú tienes que respetar al otro.  Sencillamente respetar al otro.”

Jorge Halperín.  "Saramago:  Soy un comunista hormonal”.  Bogotá, Colombia: Editorial Oveja Negra, 2002.

jueves, 8 de julio de 2010

Es que si no lo digo...

At the risk of appearing rather esoteric, I want to suggest that the history and practice of black music point to other possibilities and generate other plausible models.  This neglected history is worth reconstructing, whether or not it supplies pointers to other more general cultural processes.  However, I want to suggest that bourgeois democracy in the genteel metropolitan guise in which it appeared at the dawn of the public sphere should not serve as an ideal type for all modern political processes.  Secondly, I want to shift concern with the problems of beauty, taste, and artistic judgement so that discussion is not circumscribed by the idea of rampant, invasive textuality.  (78) Paul Gilroy.  The Black Atlantic

Estaba en la fila de la farmacia para comprar no sé qué.  ¿Un termómetro y supositorios antipiréticos para mi hijo?  ¿Mi receta contra la migraña?  De esto hace tiempo, pero estoy segura de que me comía la ansiedad.  Me la paso pensando que el cuerpo es discurso.  De eso escribo.  Pero cuando las enfermedades del cuerpo se imponen el discurso se rompe, se vuelve inútil, desecho, un país extranjero.  Sólo ayer hablaba con el médico con las piernas elevadas.  Preguntaba sobre qué escribo, para que pensara en otra cosa.  "Sobre los modos en que se construye el cuerpo en términos de raza y género en el siglo XIX en Puerto Rico".  No entiende.  Espéculo en mano, no puede concebir que el cuerpo se construya.  A punto de ser penetrada explico:  "El cuerpo es discurso", pero en ese instante me parece que no soy más que una estafadora.  ¿A qué me didico?  La ansiedad de aquel entonces, en la fila de la farmacia, se calmó, recuerdo.  Porque quien estaba 5 ó 6 lugares antes de mí, pidió lo que necesitaba:  "Dos phenergán, por favor".  Pero lo pidió rumbeando.  Se hizo un silencio repentino.  Todos lo miraron, buscando una explicación a la broma extraña que acababa de hacer el ciudadano.  Él entendió la pregunta implícita en el silencio, y tuvo la cortesía de explicarnos:  Esta vez habló a ritmo de bolero:  "Es que si no lo digo cantando, gagueo."  Todos reímos.

La música lo salvaba a él a diario de gaguear.  A nosotros nos dió alegría a pesar de la ansiedad de esperar en la fila de una farmacia.  Había dicho lo que todos en la fila habríamos dicho.  Pidió una cantidad específica de un componente químico que necesitaba para componer sus males.  Pero había algo inefable en su voz, que yo dije que era rumba, bolero, pero era más que eso, porque era una gestualidad del cuerpo y de la cara, un modo tan distinto de estar en ese espacio que lograba posibilitar la comunicación.