lunes, 14 de septiembre de 2009

José Luis González y la censura

Cuando supe que censuraron la Antologia personal de José Luis González me dio pena, más que otra cosa. Pense en la ironía de que se hubiera ido del país, ya que su espiritu libre no pudo lidiar con las censuras a que era sometido a diario y que hoy, luego de que su voz hubiera logrado ocupar un lugar indiscutido en nuestras letras, se lo volviera a censurar. Se autoexiló. Tomó la ciudadania mexicana... A pesar de la lejanía, desde el afuera, a partir de su País de cuatro pisos avivó el dialogo sobre la cultura en el país, diálogo al que volviera, más en paz, ya reconciliándose, con su Nueva visita al cuarto piso. Creo que desde la tumba el también tomaría esta nueva censura como una triste ironía.

Malena Rodríguez Castro me envió el siguiente escrito que reproduzco íntegro. Le agradezco que me diera permiso para protestar conmovida a través de sus palabras



Cada vez que enseño en mis cursos de Literatura comparada “La carta” de José Luis González, uno de mis cuentos preferidos, me sorprende la cantidad de estudiantes que lo conocen. Es uno de los ejercicios que aparecen con frecuencia en los textos escolares de español para que corrijan ortografía. Algunos comentan que, como Juan, todo puertorriqueño tiene en su familia inmediata alguien que emigró a la ciudad o al norte. Algunos se conmueven ante la demanda del pordiosero, su imposibilidad de ser cumplida: ingresar al Puerto Rico prometido de la bonanza y la ciudadanía. Setenta años después se adensan aún más los tiempos de oscuridad en tanto la ley se burla con despidos injustificados, tres olvidables al Supremo, el acecho a la colegiación y la derogación del derecho a la fianza, de nombramientos de incompetentes soberbios a las agencias, de la desfachatez de un estado que despacha los asuntos de la polis exhibiendo la ignorancia, el despotismo, el insulto y la vulgaridad como si fueran bienes, Pero la literatura resiste tal simpleza. En “La carta” la lengua se rarifica precisamente al acercar dos voces que habitan un mismo país, pero en distintas esferas: el pordiosero rural y el escritor urbano. Pero es la literatura quien nos los acerca, quien extiende el gesto de amistad hacia un lector renovado cada vez que lee la carta y la glosa. Seguiremos leyéndola? O será sólo un lujo para aquellos que asistan a escuelas privadas que no lo censuren de sus currículos o que, probablemente por azar, lleguen a un curso donde se incluya? Tendrá la misma suerte la crónica de un espejuelado escritor que asiste al entierro de Cortijo y escucha otras voces, tan puertorriqueñas como la suya, pero que le resultan desconocidas. Podremos habitar un país de muchas tribus cada cual con el mismo derecho a la palabra y a la diferencia? A su respeto, que no es lo mismo que la semejanza o el entendimiento cabal? Qué leerán nuestros hijos? Los descendientes de Melodía? Nuestros estudiantes? En qué país habitarán? El de la democracia o el de la torpeza, la ignorancia y el prejuicio? Es acaso gratuito que los primeros de los textos excluidos (adivinamos que otros le seguirán) son, precisamente, aquellos que. como la casona en que Aura y Felipe se encuentran, proponen mundos posibles, pero no coincidentes; esto es, la afortunada imposibilidad de la torre de Babel, de la ilusa pretensión de tener un solo nombre, una sola lengua, un solo cuerpo, un solo rostro, una sola creencia, un solo país. A estas alturas es el único puño que me interesa alzar: “La carta” ya lo había escrito. Ante ella me absuelvo de la falsa humildad del que se cita a sí mismo. Son tiempos de excepción, dirían los teóricos, en los cuales la suspensión de los derechos mínimos se normatiza. Como para aquel Juan.

"San Juan, puerto Rico
8 de marso de 1947
Querida bieja:
Como le desia antes de venirme, aqui las cosas me van vién

Pocas citas de la literatura puertorriqueña activan nuestra memoria cultural y afectiva del modo en que la narrativa de José Luis González lo hizo en sus relatos de los años cuarenta al sesenta, un periodo coyuntural que marcó el paso de un país agrario al industrial, del campo a la ciudad. El mendigo de “La carta” se afilia, como ha escrito Rubén Ríos en La raza cómica, al negrito Melodía de “En el fondo del caño hay un negrito” lanzándose tras su reflejo al caño de La Perla, espejismo del progreso anunciado por otro infante de los tiempos, el desarrollismo que acompañó el modelo político del estadolibrismo. Se afilia, también, en "Una caja de plomo que no se podía abrir”, al aullido de la madre ante el cadáver del hijo muerto en la Guerra de Corea cuyo dolor, intransferible e inarticulable, sólo encuentra morada en la mínima expresión de la lengua: el grito intolerable que no perturba el automatismo del protocolo militar.

La figura de Juan, solicitando los cuatro centavos de la estampilla, residenciando el no lugar de la estación de correos, invita a detenernos, a escuchar su relato, a atender la exigencia de su demanda, la distinción entre la justicia y el derecho; la apelación y la aplicación de la ley: (Sobre ello ha escrito Jacques Derrida: “Una experiencia, como su nombre indica es una travesía, pasa a través y viaja hacia un destino para el que aquella encuentra el pasaje…Ahora bien, no puede haber experiencia plena…de aquello que no permite el pasaje. A-poría es un no camino. La justicia sería, desde este punto de vista, la experiencia de aquello de lo que no se puede tener experiencia…Una voluntad, un deseo, una exigencia de justicia cuya estructura no fuera una experiencia de la aporía, no tendría ninguna posibilidad de ser lo que es, a saber una justa apelación a la justicia.” Fuerza de ley, Madrid, Tecnos, 1994, 38-39). La sobriedad del título, la brevedad del relato, la nimiedad de la trama, anticipan, paradójicamente, la retórica del encubrimiento de ese otro relato amañado en la inflexión oral, en el formato epistolar, en la discreta acotación del narrador. En efecto, este cuento problematiza la relación del escritor ante los nuevos procesos de desplazamiento y reconfiguración urbana emergentes con los cambios de soberanía y modernización del siglo XX. En "La carta", la promesa del envío del retrato como prueba eficiente del bienestar y ascenso social de Juan, si acaso se cumple, es en la imagen que le queda al lector: la de un hombre acuclillado pidiéndonos la bendición. (Sólo queda el envío de la carta, aquélla que llega a su destino aún cuando vaya sin destinatario cuando, como plantea Slavoj Zizek, nos interpela asestándonos el golpe de su proximidad insoportable, que es distinto del amor al semejante. De la carta, como del mendigo, cabe la pregunta si no es, en última instancia ”…no un significante sino, antes bien, un objeto que se resiste a la simbolización, un excedente, un residuo material que circula entre los objetos y mancha a su poseedor momentáneo.” Su fuerza icónica la refuerza la bastardilla, la puntada que marca la distancia entre su habla, cuyo efecto de inmediatez mediatiza la carta, y la puntualización del narrador culto. Un narrador que, parapeteado en la pretendida neutralidad de la tercera persona y del discurso indirecto, registra la escena como el lente de la cámara de la foto que nunca se tiró: la de un sujeto arrojado de los procesos de movilización social cuya peligrosidad reside en infestar el presente de esos años y su promesa de ley y bonanza para los nuevos ciudadanos. De manchar, con los restos desechables de la devastación todavía cercana, la utopía de una ruralía en una tradición literaria ante la cual González protestó en sus relatos. De confundir en el gesto performático las promesas del estado benefactor y del pordiosero. Y, es que, como escribe José Francisco Ramos:
Un mendigo no es sólo alguien que pide y depende de la misericordia de los demás. Un mendigo es alguien que se entrega a la intemperie, es decir, a la desnudez del sufrimiento. Si el acto de pedir es una humillación, el gesto del mendigo es una parábola de la insatisfacción, del volver a empezar una y otra vez, cada día, con el recuento del polvo y el presentimiento del olvido. (“El imposible humanismo” Actas del Simposio Las Humanidades. San Juan: UPR, 2000, 31))

En toda su obra crítica, Walter Benjamin insistió en que el presente ya está inscrito en las ruinas del pasado. Hoy un deambulante está incorporado, naturalizado en nuestro paisaje urbano. Pero en los cuarenta el canto de cisne del populismo precisaba su ocultación, su domesticación en las vitrinas de bienes y servicios y en la anunciada democratización de la “vida buena”. No obstante, aún circula la carta de Juan como impertinente molestia, exponiéndose a nuestra mirada sin el disfraz de su yo ideal, reducido a la desnuda existencia de ser el residuo de nuestras utopías ciudadanas. He ahí su ambiguedad y su amenaza: reescribir en cada lectura que hacemos de ella la traumática trama de nuestra modernidad desigual.

De “Gravitaciones: la ciudad que nos ciega”. Escribir la ciudad. Editoras Maribel Ortiz y Vanessa Vilches. San Juan:fragmentoimán, 2009.

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