Entré al restaurante mexicano al que la gente iba más a comer queso fundido y beber margaritas que otra cosa. Caminé con parsimonia. Tal vez me sonreía, porque los tacos hacían que me acordara de los meses de mi niñez que pasé caminando en zancos por todas partes. Me empeñé en aprender con los zancos de unos vecinitos. Pasé de los bajitos a los altos en cuestión de días y estuve yendo de un lado para otro balanceándome en los enormes palos. Fueron días divertidos. Me senté de frente a la barra. Me pedí una margarita para esperar a mi amiga.
Vengo en representación de aquella mesa, dijo el gordo. Necesitamos su número de seguro. ¿Por qué?, preguntó ella. Él contestó haciéndose el gracioso. Es que estábamos en una reunión de negocios y cuando usted entró le dió un ataque al corazón como a tres de mis colegas. Se reían traviesos los tontos que se quedaron en la mesa. Ella ripostó como un disparo. Entonces lo que necesitan es una ambulancia. Él también era rápido. ¿Llamamos a los bomberos y quedamos en paz? Ella no se dejaba vencer. Para la paz hace falta un mecánico que les arregle los marcapasos. Es una traducción que intenta mantener los sentidos originales. Hablaban inglés porque el buisiness man era un gringo colorao y probablemente sureño, ya que tenía enganchado un sombrero de cowboy. Pacemakers había dicho ella, jugando con la palabra que acababa de pronunciar el que proponía la paz. Se rió el gordo. Le dijo que ella lo hacía reír. Añadió que estaba convencido de que también le daría suerte. Vamos al casino a jugar. Necesito que me acompañes para que me digas a qué número jugar doscientos dólares. Ella pensó en su salario de estudiante. Todavía bromeaba. Se quedó en el duelo verbal por lo que contestó. Dame los doscientos dólares a mí en vez de botarlos allá. El gringo se quiso hacer el magnánimo. Te doy doscientos y juego doscientos. Lo de ella quería ser una perorata en contra del juego. Dame los cuatrocientos a mí en vez de tirarlos. El gringo empezó a incomodarse, pero no quería perder el temple. Te doy cuatrocientos y juego cuatrocientos. Dame ochocientos a mí en vez de desperdiciarlos en esos juegos del diablo. Acá el gringo tenía ya las orejas visiblemente coloradas. Ella se dio cuenta de que era en serio. La quería comprar como a una puta.
Tenía un trajecito de mezclilla anaranjada, corto hasta arriba de la rodilla, que parecía que me habían pintado en el cuerpo. Se cerraba con una cremayera que había dejado sin cerrar completamente al frente; el apretón del pecho hacía que las tetitas se subieran redonditas por arriba de la tela. No tenía grasa en el cuerpo. Era toda fibra, huesos y un pelo largo ondulado que llegaba casi a la cintura. Con los tacos, más que piernas, parecía que tenía ancas de yegua. Sin dejar de mirarlo a la cara ni hablar le dije. Mira, vamos a hacer una cosa. Mis manos se metieron por debajo del traje. Deslizaron un panticito de encaje rojo por las rodillas, los tobillos, los tacos. Dale los ochocientos dólares a los pobres, como yo hago ahora. Cuando terminé de decir like I am doing now le puse el panty en las manos. Me bebí la margarita que me quedaba de un sorbo. Pagué mi cuenta y saludé a mi amiga que acababa de llegar. Le dije que nos fuéramos a otro sitio, que allí la cosa estaba aburrida, puro viejo gringo, en inglés, mientras le guiñaba el ojo al gordo que no se había movido, seguramente por el calentón en las orejas. Caminé con el mismo paso con que entré al bar; y con la misma sonrisa.
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