Cuando era estudiante de bachillerato, estuve algunos meses en España; en Toledo, específicamente. Hice un préstamo estudiantil para pagar los cursos de literatura e historia en la Fundación Ortega y Gasset. El paquete incluía cuarto y comida. Creo que llevaba mil dólares para gastos, en cheques de viajero. Había reservado el vuelo de regreso a la isla para una semana luego de que terminaran los cursos. Así me divertiría en Madrid por ese tiempo.
Lo que no previne era que en España sí que hay marcha. La fiesta empieza como a las 9 de la noche, todos los días y termina como a las 6 de la mañana. Un vaso de cerveza de un pie de alto (de verdad, que sabe a levadura y tiene un alto porciento de alcohol) valía como 75 centavos. Recuerdo caminar de regreso a la pensión, donde habían cerrado las puertas como a las 3 de la mañana, a eso de las 7, cuando abrían las puertas nuevamente, para desayunarme algo y dormir hasta la hora del almuerzo, y así tomar mis cursos en la tarde. Como los dormitorios estaban en el 4to piso y los salones de clase en el 3ro, me gustaba aparecerme en los salones en pijama y pantuflas. Era mi modo de decir, puedo coger las clases con resaca y salir bien. Aprendo más en las calles que en los salones. La juventud es arrogante. Mientras caminaba de madrugada de regreso a la pensión, me sorprendía de que limpiaran las calles a manguerazos. Si hicieran eso en San Juan, pensaba. Recuerdo que una mañana me levanté de una cuneta azorada porque estaban a punto de pegarme con el chorro frío de una de esas mangueras como de bombero. Estaban limpiando la calle de escombros y yo dormía el exceso de cervezas en alguna cuneta, luego de haber bailado en una discoteca al aire libre, donde la gente se tiraba con ropa a la piscina, al ritmo de Mecano, los Inhumanos ("Qué difícil es hacer el amor en un Simca Mil. El asiento no se hecha pa atrás; ese no es el pito que debes tocar") o el hit del momento "Vaya, vaya, aquí no hay playa" (nos llegaba al corazón a los boricuas).
Así pasó un mes, el tiempo del curso. Regresé a experimentar Madrid esa semana que me quedaba, pero había un inconveniente. Me había gastado todo el dinero que había llevado para el viaje. No tenía con qué experimentar nada, en esta época anterior a las ATH, en la que no tenía tarjetas de crédito ni modo de sobrevivir. Recuerdo que llamé a mi padre y le pedí que me enviara algo, ¿100 dólares?, para pasar la semana. Me ubiqué en la pensión más barata que encontré, e hice el cálculo de que, luego de pagar ese hotelito, me sobraba plata para comerme un sádwich de jamón y queso diario, con agua del grifo. Así que no me disfrutaría Madrid. Me levantaba por las mañanas y deambulaba por las calles, por los parques, con hambre.
Llevaba como 3 días comiendo sándwiches cuando, en un parque, un viejo que andaba solo con su perro y hablaba sólo francés, porque era francés, me dijo algo. Le expliqué en mi francés rudimentario que mi conocimiento del francés era rudimentario. Él me dijo que hablaba muy bien, que estaba solo, que había enviudado recientemente y había tomado el carro, el perro, y se había ido a dar una vuelta por las ciudades cercanas. Esto lo decía con la tristeza más triste. Nada lo esperaba en Francia. En verdad estaba esperando que le llegara el momento de morirse él también. Como yo le servía de traductora y no tenía con quien hablar, me invitó a almorzar, luego a cenar. Se acomodó en un cuarto libre en la pensión en la que me estaba quedando. Quedamos de recorrer la ciudad el próximo día. Me despedí contenta de haber encontrado un abuelo que me cuidara. Me llamaron al hotel.
Mi copañera de cuarto en San Juan se había hecho novia de un gitano y andaba con él hacía días. Estaba desaparecida como todos los otros amigos del alma con quienes me había emborrachado antes. El caso es que ese era un buen día para mí, porque luego de mi aburrimiento y mi hambre, me habían alimentado y luego me llamaron y me invitaron a salir. Expliqué mi situación económica y mis amigos dijeron que no importaba. Donde beben dos beben tres. No sé a qué hora volví, luego de despedirme efusiva, felizmente. La resaca era mortal y me tocaban a la puerta de madrugada; muy temprano. Yo me preguntaba qué hora era. Seguro era el viejo, pero yo con esa resaca (¡Ay, mi cabeza!) no estaba en humor de hablar con nadie y menos en francés. No me levanté aunque tocaron a mi puerta hasta un punto que me pareció absurdo; tocaron con suavidad, con firmeza, con insistencia, con súplica, con violencia. Pensé en dar explicaciones, a fin de cuentas habíamos quedado en pasar el día juntos, a fin de cuentas, el viejo me había alimentado el día anterior, pero la resaca saca lo peor de mi personalidad así que en mi mente lo mandé al carajo, viejo pendejo, no vio la hora que es, qué carajo se cree.
Al día siguiente me levanté tarde, muy tarde. La dueña del hotel me miraba con disgusto y yo no entendía por qué. Finalmente me enganchó la pregunta.
--¿Dónde está el viejo?
--¡Qué sé yo! Llegué tarde, tenía resaca, tocó y tocó y tocó y no me levanté.
--¿Pero lo conoces?
--Lo conocí ayer, me invitó a cenar.
--Se fue sin pagar la cuenta, creí que ustedes eran una pareja de timadores o algo así.
No lo podía creer. Me enseñó su cuarto vacío y la llave que dejó pegada a la puerta. Me obligó a pagarle la cuenta en el momento (por suerte la mia, no la de él), antes de que me escapara yo también. Me sentí triste. ¿Necesitó algo el viejo depresivo y yo no le abrí y por mi culpa andará por ahí más muerto que antes? ¿Por qué tocó tan temprano? ¿Por qué insistió tanto? ¿Es que era un loco con la intención de hacerme daño y la resaca me salvó?
Me quedé con dos o tres dólares en el bolsillo, para pasar los dos o tres días que me quedaban en Madrid.
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