Viví del 1999 al 2000 en Binghamton, New York. Desde que llegué me pareció un pueblo fantasma. Cruzado por avenidas y autopistas, lo que dificulta la transportación por vías que no sean el automóvil, tiene un gran centro comercial, y esto resulta ser uno de sus mayores atractivos, mientras el centro del pueblo está literalmente muerto. Allí se crió Rod Serling, el guionista de la serie televisiva sobre lo ominoso, titulada The Twilight Zone, y con ironía, su población actual entiende perfectamente por qué.
Contradicotriamente, es el pueblo en que nació la IBM (¡en 1896!), impulsora de la era tecnológica que vivimos. Pero esta compañía que se anuncia como la más grande empresa de informática del mundo, redujo sus operaciones allí. Luego de la fuga de empleos, y una decisión del Estado de Nueva York, de soltar a los enfermos mentales que habían estado recluidos en manicomios y que no supusieran peligro para la comunidad, para que vivieran de forma privada e independiente del seguro social, hay fantasmas entre espectrales y encarnados que deambulan e interactúan con la población que los acepta con la mayor naturalidad.
De su época de gloria, cuando la gente migraba hacia la ciudad en busca de empleos y atraídos por su belleza natural, hoy quedan mansiones enormes, que evidentemente una vez fueron bellas. Hoy están derruídas. Los actuales propietarios no pueden pagar el mantenimiento que requieren. Otras han sido convertidas en funerarias. Viviendo allí uno casi se olvida de mirar venados, aunque en el año 2007 fue reconocido como el pueblo que mejor conserva la ecología de su entorno, tal vez por el abandono mismo, ya que sin industria y sin una población significativa, no hay quien intervenga el ambiente.
Recuerdo estar parada en una avenida larga de brea, por la que no pasaba ningún tráfico. Mirar para un lado y para el otro prestando atención a la desolación e imaginándome que estaba en una película de Jim Jarmush, al estilo de Ghost Dog. La avenida me parecía infinita hacia ambos lados y no entendía a quiénes servían los pequeños negocios que se sucedían a lo largo de ella. Había estado en una tienda en la que vendían artículos étnicos, a la mejicana, frisas, ponchos y artesanías, teses, y chucherías varias. Tal vez necesitaba una frasada para atajar el frío que me volvía personaje de una novela rusa. Me preguntaba por la escasa transportación pública. Me decidí a caminar. Caminé un trecho, pero luego apareció la guagua. Para atajar el problema de transportación, la practicidad gringa de los funcionarios de la Universidad de Binghamton, donde trabajaba, proveía transportación gratuita. Una guaguita azul claro como de 20 pasajeros que daba rondas todo el día. Allí me subí. Me senté en el asiento disponible, al lado de un personaje que había visto, a través de la ventana de la misma guagua en diversas ocasiones anteriores, caminando por las aceras. Era un señor mayor, muy mayor, vestido pobremente que se movía con dificultad y que se subía a la guagua con parsimonia cada vez que se la encontraba. Al tenerme a su lado, tal vez agradecido, él comenzó el diálogo que era más bien un monólogo pero que él retenía hasta tener un interlocutor cercano, no fuera el caso que lo confundieran con uno de esos locos que andaban sueltos por ahí.
-- Tengo muchos años, ¿sabes?. He vivido, decía con calma y sonriendo. Antes me preocupaba. Como a los sesenta miraba lo rápido que había pasado todo y me daba rabia que la vida fuera tan corta. Era un muchacho entonces. Hoy, miro hacia la cadena de cosas que fue mi vida y me digo, está bien. Sí, ya está bien. Uno se cansa. Llega un momento en que uno hace las pases con la muerte y entiende que integrarse al Universo de otra forma, transformado, no está mal.
Estaba muy lejana de la crisis de la mediana edad. Había apenas obtenido mi doctorado y comenzaba mi nueva vida como profesional. Pero había sido una niña filósofa y recuerdo que la pregunta por el sentido de la vida y la pelea con la muerte me aguijoneaban la mente, el espíritu, desde muy niña. Ese hombre me contestó una pregunta. Me comunicó su paz.
No recuerdo si se bajó de la guagua él con su parsimonia. Si me bajé yo con mi prisa de siempre, o si simplemente desapareció de mi lado. La memoria construye el pasado con capricho y mi capricho es no saber cuán encarnado estaba ese hombre que me habló como un amigo, por 2 ó 3 minutos y me contestó una pregunta que no le hacía a él sino al Universo. El caso es que de momento estaba yo sin su compañía, pero su respuesta me acosa, como un espectro.
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