sábado, 28 de noviembre de 2009

Res parlante y en zancos

Entré al restaurante mexicano al que la gente iba más a comer queso fundido y beber margaritas que otra cosa. Caminé con parsimonia. Tal vez me sonreía, porque los tacos hacían que me acordara de los meses de mi niñez que pasé caminando en zancos por todas partes. Me empeñé en aprender con los zancos de unos vecinitos. Pasé de los bajitos a los altos en cuestión de días y estuve yendo de un lado para otro balanceándome en los enormes palos. Fueron días divertidos. Me senté de frente a la barra. Me pedí una margarita para esperar a mi amiga.

Vengo en representación de aquella mesa, dijo el gordo. Necesitamos su número de seguro. ¿Por qué?, preguntó ella. Él contestó haciéndose el gracioso. Es que estábamos en una reunión de negocios y cuando usted entró le dió un ataque al corazón como a tres de mis colegas. Se reían traviesos los tontos que se quedaron en la mesa. Ella ripostó como un disparo. Entonces lo que necesitan es una ambulancia. Él también era rápido. ¿Llamamos a los bomberos y quedamos en paz? Ella no se dejaba vencer. Para la paz hace falta un mecánico que les arregle los marcapasos. Es una traducción que intenta mantener los sentidos originales. Hablaban inglés porque el buisiness man era un gringo colorao y probablemente sureño, ya que tenía enganchado un sombrero de cowboy. Pacemakers había dicho ella, jugando con la palabra que acababa de pronunciar el que proponía la paz. Se rió el gordo. Le dijo que ella lo hacía reír. Añadió que estaba convencido de que también le daría suerte. Vamos al casino a jugar. Necesito que me acompañes para que me digas a qué número jugar doscientos dólares. Ella pensó en su salario de estudiante. Todavía bromeaba. Se quedó en el duelo verbal por lo que contestó. Dame los doscientos dólares a mí en vez de botarlos allá. El gringo se quiso hacer el magnánimo. Te doy doscientos y juego doscientos. Lo de ella quería ser una perorata en contra del juego. Dame los cuatrocientos a mí en vez de tirarlos. El gringo empezó a incomodarse, pero no quería perder el temple. Te doy cuatrocientos y juego cuatrocientos. Dame ochocientos a mí en vez de desperdiciarlos en esos juegos del diablo. Acá el gringo tenía ya las orejas visiblemente coloradas. Ella se dio cuenta de que era en serio. La quería comprar como a una puta.

Tenía un trajecito de mezclilla anaranjada, corto hasta arriba de la rodilla, que parecía que me habían pintado en el cuerpo. Se cerraba con una cremayera que había dejado sin cerrar completamente al frente; el apretón del pecho hacía que las tetitas se subieran redonditas por arriba de la tela. No tenía grasa en el cuerpo. Era toda fibra, huesos y un pelo largo ondulado que llegaba casi a la cintura. Con los tacos, más que piernas, parecía que tenía ancas de yegua. Sin dejar de mirarlo a la cara ni hablar le dije. Mira, vamos a hacer una cosa. Mis manos se metieron por debajo del traje. Deslizaron un panticito de encaje rojo por las rodillas, los tobillos, los tacos. Dale los ochocientos dólares a los pobres, como yo hago ahora. Cuando terminé de decir like I am doing now le puse el panty en las manos. Me bebí la margarita que me quedaba de un sorbo. Pagué mi cuenta y saludé a mi amiga que acababa de llegar. Le dije que nos fuéramos a otro sitio, que allí la cosa estaba aburrida, puro viejo gringo, en inglés, mientras le guiñaba el ojo al gordo que no se había movido, seguramente por el calentón en las orejas. Caminé con el mismo paso con que entré al bar; y con la misma sonrisa.

domingo, 22 de noviembre de 2009

El enemigo

Explica Hannah Arendt el sentido en el que Rousseau pensó la idea de una voluntad general, la del pueblo o la nación.

"Para construir semejante monstruo de cien cabezas, Rousseau se valió de un ejemplo aparentemente sencillo y verosímil. Extrajo su idea de la experiencia común que enseña que cuando dos intereses opuestos entran en conflicto con un tercero que se opone a ambos, aquéllos se unen. Desde un punto de vista político, daba por supuesta la existencia --y en ella confiaba--del poder unificador del enemigo nacional común" . (Sobre la revolución, 102)

O sea, que las naciones se definen en oposición. Es un lugar común. Ejemplos recientes son la Guerra de las Malvinas que se inventó la dictadura militar argentina quemando sus últimos cartuchos; o los enemigos, reales o imaginarios, con que lidia la nación estadounidense continuamente para mantener la cohesión del "pueblo". Pero en este contexto me preguntaba, ¿qué pasa cuando el enemigo que unifica es interno? ¿qué cuando es el propio gobernante que la mayoría eligió porque pensó que el enemigo estaba en otra parte? ¿Lo estaba? Si no se sabe dónde está el enemigo, ¿contra quién nos cohesionamos? O es que enemigo son todos los que gobiernan o pretenden hacerlo, porque siempre se gobierna a partir de una violencia: gobernar es un acto de violencia. Siempre hay una violencia originaria en las narrativas de las comunidades y es ella la que justifica el contrato social.

Si así fuera, el enemigo que nos gobierna es un fantasma que se desaparece y reaparece, tomando distintas formas, para acecharnos. Regresa como el fantasma del padre de Hamlet, y nos incita a tomar venganza y nos recuerda que el monarca actual es un usurpador. Como Hamlet nos quedamos perplejos y meditamos, ¿cómo? ¿Queremos fundar una nueva comunidad en un nuevo acto de venganza? ¿Qué hacer si el enemigo somos nosotros mismos y las complicidades que elegimos?

lunes, 16 de noviembre de 2009

Resaca: otro espectro

Cuando era estudiante de bachillerato, estuve algunos meses en España; en Toledo, específicamente. Hice un préstamo estudiantil para pagar los cursos de literatura e historia en la Fundación Ortega y Gasset. El paquete incluía cuarto y comida. Creo que llevaba mil dólares para gastos, en cheques de viajero. Había reservado el vuelo de regreso a la isla para una semana luego de que terminaran los cursos. Así me divertiría en Madrid por ese tiempo.

Lo que no previne era que en España sí que hay marcha. La fiesta empieza como a las 9 de la noche, todos los días y termina como a las 6 de la mañana. Un vaso de cerveza de un pie de alto (de verdad, que sabe a levadura y tiene un alto porciento de alcohol) valía como 75 centavos. Recuerdo caminar de regreso a la pensión, donde habían cerrado las puertas como a las 3 de la mañana, a eso de las 7, cuando abrían las puertas nuevamente, para desayunarme algo y dormir hasta la hora del almuerzo, y así tomar mis cursos en la tarde. Como los dormitorios estaban en el 4to piso y los salones de clase en el 3ro, me gustaba aparecerme en los salones en pijama y pantuflas. Era mi modo de decir, puedo coger las clases con resaca y salir bien. Aprendo más en las calles que en los salones. La juventud es arrogante. Mientras caminaba de madrugada de regreso a la pensión, me sorprendía de que limpiaran las calles a manguerazos. Si hicieran eso en San Juan, pensaba. Recuerdo que una mañana me levanté de una cuneta azorada porque estaban a punto de pegarme con el chorro frío de una de esas mangueras como de bombero. Estaban limpiando la calle de escombros y yo dormía el exceso de cervezas en alguna cuneta, luego de haber bailado en una discoteca al aire libre, donde la gente se tiraba con ropa a la piscina, al ritmo de Mecano, los Inhumanos ("Qué difícil es hacer el amor en un Simca Mil. El asiento no se hecha pa atrás; ese no es el pito que debes tocar") o el hit del momento "Vaya, vaya, aquí no hay playa" (nos llegaba al corazón a los boricuas).

Así pasó un mes, el tiempo del curso. Regresé a experimentar Madrid esa semana que me quedaba, pero había un inconveniente. Me había gastado todo el dinero que había llevado para el viaje. No tenía con qué experimentar nada, en esta época anterior a las ATH, en la que no tenía tarjetas de crédito ni modo de sobrevivir. Recuerdo que llamé a mi padre y le pedí que me enviara algo, ¿100 dólares?, para pasar la semana. Me ubiqué en la pensión más barata que encontré, e hice el cálculo de que, luego de pagar ese hotelito, me sobraba plata para comerme un sádwich de jamón y queso diario, con agua del grifo. Así que no me disfrutaría Madrid. Me levantaba por las mañanas y deambulaba por las calles, por los parques, con hambre.

Llevaba como 3 días comiendo sándwiches cuando, en un parque, un viejo que andaba solo con su perro y hablaba sólo francés, porque era francés, me dijo algo. Le expliqué en mi francés rudimentario que mi conocimiento del francés era rudimentario. Él me dijo que hablaba muy bien, que estaba solo, que había enviudado recientemente y había tomado el carro, el perro, y se había ido a dar una vuelta por las ciudades cercanas. Esto lo decía con la tristeza más triste. Nada lo esperaba en Francia. En verdad estaba esperando que le llegara el momento de morirse él también. Como yo le servía de traductora y no tenía con quien hablar, me invitó a almorzar, luego a cenar. Se acomodó en un cuarto libre en la pensión en la que me estaba quedando. Quedamos de recorrer la ciudad el próximo día. Me despedí contenta de haber encontrado un abuelo que me cuidara. Me llamaron al hotel.

Mi copañera de cuarto en San Juan se había hecho novia de un gitano y andaba con él hacía días. Estaba desaparecida como todos los otros amigos del alma con quienes me había emborrachado antes. El caso es que ese era un buen día para mí, porque luego de mi aburrimiento y mi hambre, me habían alimentado y luego me llamaron y me invitaron a salir. Expliqué mi situación económica y mis amigos dijeron que no importaba. Donde beben dos beben tres. No sé a qué hora volví, luego de despedirme efusiva, felizmente. La resaca era mortal y me tocaban a la puerta de madrugada; muy temprano. Yo me preguntaba qué hora era. Seguro era el viejo, pero yo con esa resaca (¡Ay, mi cabeza!) no estaba en humor de hablar con nadie y menos en francés. No me levanté aunque tocaron a mi puerta hasta un punto que me pareció absurdo; tocaron con suavidad, con firmeza, con insistencia, con súplica, con violencia. Pensé en dar explicaciones, a fin de cuentas habíamos quedado en pasar el día juntos, a fin de cuentas, el viejo me había alimentado el día anterior, pero la resaca saca lo peor de mi personalidad así que en mi mente lo mandé al carajo, viejo pendejo, no vio la hora que es, qué carajo se cree.

Al día siguiente me levanté tarde, muy tarde. La dueña del hotel me miraba con disgusto y yo no entendía por qué. Finalmente me enganchó la pregunta.

--¿Dónde está el viejo?

--¡Qué sé yo! Llegué tarde, tenía resaca, tocó y tocó y tocó y no me levanté.

--¿Pero lo conoces?

--Lo conocí ayer, me invitó a cenar.

--Se fue sin pagar la cuenta, creí que ustedes eran una pareja de timadores o algo así.

No lo podía creer. Me enseñó su cuarto vacío y la llave que dejó pegada a la puerta. Me obligó a pagarle la cuenta en el momento (por suerte la mia, no la de él), antes de que me escapara yo también. Me sentí triste. ¿Necesitó algo el viejo depresivo y yo no le abrí y por mi culpa andará por ahí más muerto que antes? ¿Por qué tocó tan temprano? ¿Por qué insistió tanto? ¿Es que era un loco con la intención de hacerme daño y la resaca me salvó?

Me quedé con dos o tres dólares en el bolsillo, para pasar los dos o tres días que me quedaban en Madrid.

lunes, 9 de noviembre de 2009

La fugacidad de una vida de 90 años

Viví del 1999 al 2000 en Binghamton, New York. Desde que llegué me pareció un pueblo fantasma. Cruzado por avenidas y autopistas, lo que dificulta la transportación por vías que no sean el automóvil, tiene un gran centro comercial, y esto resulta ser uno de sus mayores atractivos, mientras el centro del pueblo está literalmente muerto. Allí se crió Rod Serling, el guionista de la serie televisiva sobre lo ominoso, titulada The Twilight Zone, y con ironía, su población actual entiende perfectamente por qué.

Contradicotriamente, es el pueblo en que nació la IBM (¡en 1896!), impulsora de la era tecnológica que vivimos. Pero esta compañía que se anuncia como la más grande empresa de informática del mundo, redujo sus operaciones allí. Luego de la fuga de empleos, y una decisión del Estado de Nueva York, de soltar a los enfermos mentales que habían estado recluidos en manicomios y que no supusieran peligro para la comunidad, para que vivieran de forma privada e independiente del seguro social, hay fantasmas entre espectrales y encarnados que deambulan e interactúan con la población que los acepta con la mayor naturalidad.

De su época de gloria, cuando la gente migraba hacia la ciudad en busca de empleos y atraídos por su belleza natural, hoy quedan mansiones enormes, que evidentemente una vez fueron bellas. Hoy están derruídas. Los actuales propietarios no pueden pagar el mantenimiento que requieren. Otras han sido convertidas en funerarias. Viviendo allí uno casi se olvida de mirar venados, aunque en el año 2007 fue reconocido como el pueblo que mejor conserva la ecología de su entorno, tal vez por el abandono mismo, ya que sin industria y sin una población significativa, no hay quien intervenga el ambiente.

Recuerdo estar parada en una avenida larga de brea, por la que no pasaba ningún tráfico. Mirar para un lado y para el otro prestando atención a la desolación e imaginándome que estaba en una película de Jim Jarmush, al estilo de Ghost Dog. La avenida me parecía infinita hacia ambos lados y no entendía a quiénes servían los pequeños negocios que se sucedían a lo largo de ella. Había estado en una tienda en la que vendían artículos étnicos, a la mejicana, frisas, ponchos y artesanías, teses, y chucherías varias. Tal vez necesitaba una frasada para atajar el frío que me volvía personaje de una novela rusa. Me preguntaba por la escasa transportación pública. Me decidí a caminar. Caminé un trecho, pero luego apareció la guagua. Para atajar el problema de transportación, la practicidad gringa de los funcionarios de la Universidad de Binghamton, donde trabajaba, proveía transportación gratuita. Una guaguita azul claro como de 20 pasajeros que daba rondas todo el día. Allí me subí. Me senté en el asiento disponible, al lado de un personaje que había visto, a través de la ventana de la misma guagua en diversas ocasiones anteriores, caminando por las aceras. Era un señor mayor, muy mayor, vestido pobremente que se movía con dificultad y que se subía a la guagua con parsimonia cada vez que se la encontraba. Al tenerme a su lado, tal vez agradecido, él comenzó el diálogo que era más bien un monólogo pero que él retenía hasta tener un interlocutor cercano, no fuera el caso que lo confundieran con uno de esos locos que andaban sueltos por ahí.

-- Tengo muchos años, ¿sabes?. He vivido, decía con calma y sonriendo. Antes me preocupaba. Como a los sesenta miraba lo rápido que había pasado todo y me daba rabia que la vida fuera tan corta. Era un muchacho entonces. Hoy, miro hacia la cadena de cosas que fue mi vida y me digo, está bien. Sí, ya está bien. Uno se cansa. Llega un momento en que uno hace las pases con la muerte y entiende que integrarse al Universo de otra forma, transformado, no está mal.

Estaba muy lejana de la crisis de la mediana edad. Había apenas obtenido mi doctorado y comenzaba mi nueva vida como profesional. Pero había sido una niña filósofa y recuerdo que la pregunta por el sentido de la vida y la pelea con la muerte me aguijoneaban la mente, el espíritu, desde muy niña. Ese hombre me contestó una pregunta. Me comunicó su paz.

No recuerdo si se bajó de la guagua él con su parsimonia. Si me bajé yo con mi prisa de siempre, o si simplemente desapareció de mi lado. La memoria construye el pasado con capricho y mi capricho es no saber cuán encarnado estaba ese hombre que me habló como un amigo, por 2 ó 3 minutos y me contestó una pregunta que no le hacía a él sino al Universo. El caso es que de momento estaba yo sin su compañía, pero su respuesta me acosa, como un espectro.