Los indios entendían, en el proceso de conquista y colonización de las Américas, que el mundo se había puesto boca arriba. Esa metáfora indicaba que se había acabado un mundo, su mundo, todo al revés ahora. Ahora sólo llanto, esclavitud, enfermedades, falta de orden, orientación, consuelo. Y la llorona busca a sus hijos por ahí, todavía.
Menos mal que las estrellas no se mueven y por algún tiempo la tierra seguirá dando vueltas alrrededor del sol. Entonces no me preocupo que luego de un suspiro se respira otra vez aunque ahora, el saber no será más un modo de pensar a los humanos más humanos y más humildes. No hace falta saber, dicen ellos. Saber sobra. Saber molesta. Falta que trabajen quienes pueden y que se mueran de hambre quienes no encuentran (such is life), no una fábrica, sino un lugar donde poner un timbiriche para ofrecer algún servicio (¿está todo prohibido o se puede, el timbiriche, digo, cuánto cuestan los permisos, hay incentivos para comenzar? ¿Se zafará algún tiro o un macanaso como si estuvieran expulsando mercaderes?).
Ya lo vio Manuel Vázquez Montalbán, digo. Vio que no hacemos falta y se inventó hace años un detective que era un ex-literato, un ex-comunista y un gourmand, porque lo que nos queda es comer bien. Mientras podamos. Comer, coger. ¿Eso nos dejan? Si al Quijote le quemaron su biblioteca, Pepe Carvalho quemaba él mismo, voluntariamente, cuando llegaban los fríos de otoño, sus libros para encender la chimenea. Al carajo la nostalgia decía ese personaje que odiaba la nostalgia. Pero los libros lo calentaban, aunque fuera por última vez. Aunque fuera una combustión física la que lograba el efecto térmico. Pero es que la otra combustión se queda en la memoria de quien leyó algún día algo, digo yo.
Será a ese fuego al que le temen, será. Eso digo, pienso. Será eso. Pero y será... ¿será que nos dejaremos volver cenizas, como un amor de antaño?
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