Los hechos que se narran a continuación son reales. Cualquier parecido con la ficción es involuntario; pura coincidencia.
Hace tiempo que no lavo el carro y decido que ya es hora. Está lleno de papeles, libros que atestiguan distintas facetas de lectura confundiéndose en el olvido, juguetes, ropa, basura. Hasta han comenzado a rumiar en él alimañas. Mejor dejarlas sin hábitat, antes de que les ponga nombre y termine así encariñandome con ellas.
Dejo que se apodere de mí la personalidad cocola. Pongo la radio fuerte, en la Z, salsa gorda. Cuando no se pueden ignorar más ciertos trabajos hay que asumirlos con alegría. Al terminar, el motor no enciende. Habré gastado la batería. Necesito cables para jumpearlo. El vecino me ayuda. No enciende ni con cables. Llamo a mi amigo el mecánico aficionado, quien intuye que será el corta corrientes del sistema anti hurto. No logra encontrar el modo, pero deja el sistema anti hurto desconectado. Llamo a mi cuñado mecánico y éste enciende mi carro (se llama Betty Boop) con la batería del suyo (que estoy segura que no tiene nombre). Vuelve a colocar la mía. Lo corro con fuerza y por horas para recargarla. Me olvido del problema hasta algunos meses más tarde, cuando el carro no prende de momento, esta vez en medio de la calle en la noche, sin ninguna causa aparente. Me acuerdo de que jumpear no funciona siempre. Tengo que comprar otra batería, pero pensé que estaba cargada. Unos individuos que recargan cerveza en la gasolinera se dejan conmover por mis tetas desvalidas y lo jumpean. Esta vez los cables funcionan. Me alegro; sé que es una solución ya demasiado precaria.
Al día siguiente, cuando espero no funcione, funciona. Sigue funcionando los próximos días como si nunca hubiera habido ningún problema. Aunque en la calle me rompieron y arrancaron de cuajo el espejo retrovisor del lado de la acera; (¿cómo?), conduzco al otro extremo de la isla con el espejo apéndice que hace de bandera del lado de la conductora indiferente; regreso. Tengo que ir al mecánico pero me tengo que ir de viaje. Me despido. Voy sin el aire acondicionado para no provocar los aspavientos ni el capricho de la máquina. Dejo las ventanas abajo mientras pronuncio mi corto adiós. Entonces llueve torrencialmente. Al regreso del viaje el carro tiene hogo en el guía, en el bonete, en los asientos, en las alfombras, en los cinturones de seguridad. No prende. Compro un producto; una maquinita de jumpear. Limpio los asientos. No vale la pena jumpear; es de noche. A la mañana siguiente he perdido las llaves.
Me rindo. Contrato un remolque. Me llevan al taller, donde me indican que se quemó la tienda de reemplazos. No tienen máquina para cortar llaves. Me dan el código de mi llave. Voy al lugar que me indican con una llave blanca que acabo de comprar, para cortarla, para luego volver a la casa que me vendió el auto y programarla (tiene un chip). "El señor que se encarga de cortar llaves no vino hoy; pase mañana a recogerla." Llego a mi casa resignada. No hay agua. Me cortaron el agua que pago puntualmente todos los meses.
Mis amigos están avisados de que mi teléfono celular funciona también intermitentemente. Se caen las llamadas. Algún día cambiaré el teléfono nuevo con pantalla rota y conecciones caprichosas. Después que arregle lo del carro, lo del agua, escriba un libro, de de comer a la perra y vaya a la playa.
No se preocupen por mí, pues no puedo llenar la bañera de agua para ahogarme. No me seduce ningún otro método para acabar con esta cadena de desgracias, así que mientras la radio funcione, el you tube, yo escucho salsa. Acabo de descubrir HULU, pero no veré reality tv. Esos programas con una mano tan pesada de irreal melodrama me aburren. Pero les advierto, mejor busquen buenos nombres para las sabandijas del carro.
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