No sé cuándo, no hace mucho, seguro, pensaba que pa dedicarme a las letras tenía que ponerme un disfraz de algo, aprenderme un diccionario de memoria para poder decir nenúfares cuando esa es la palabra que cabe (¿cuándo?) o referirme al acaso e implicar distintos sentidos, todos los que ese libraco (mataburros, decían los maestros con la ironía de entonces) enumera. Me tenía que estudiar la gramática y no confundir el pluscuamperfecto con otras formas del indicativo o el subjuntivo. Recordar las concordancias, despedirme del seseo para siempre, del yeísmo. Ay, Dios, tantas cosas se pedían a alguien que hablaba (habla) con r velar y se come las s hasta llenarse de aire. ¿Y eso qué tenía que ver con que Pirulo le entrara a gahnatás a la jeva hacia el final de la novela; con esa violencia ominosa que me decía algo?
No sé por qué insistí. En verdad me aburría la idea de ser correcta en el sentido de la lengua y en otros que no confesaré aquí. Tal vez me llevó esta ruta porque más allá de las reglas que uno siempre puede olvidar (para eso están) ese mundo de letras me decía cosas que no encontraba dichas por otra parte.
Pienso en los modos en que los letrados quisieron llevar ese mundo al pueblo; los indigenismos o negrismos, el realismo social, el costumbrismo, que nada tienen que ver con la gente que se supone que representaban. Pienso en las letras hoy, tan desilusionadas de todo eso y asumiéndose como un mundo en sí, suyo, para sí, pero que igual dice cosas para quien tenga los libros leídos y la paciencia para descifrar. Pienso y a veces me vuelvo a preguntar por el sentido y la razón de tantas letras que ocupan unas cuantas vidas; cómo es que salen de esa encerrona y llegan, si llegan, otra vez a tener algo que ver conmigo y si no conmigo con otro cualquiera que paga cuentas, se harta del trabajo o se preocupa porque no lo tiene, o anda también harto de la posición misionera, le da calor, o se ríe un rato por cualquier cosa sin pensar en lo otro. ¿Qué es lo que dicen los libros? Se oyen unos tiros de fondo. Y yo sigo escribiendo y leyendo y haciéndome preguntas pendejas.
Tal vez alguien escriba una buena novela en la que haya muchos tiros y nos haga entender algo. O tal vez no. Tal vez el que escribe no ha sido encañonao ni ha encañonao a nadie (recuerdo una vez que ante una pistola--¿o revólver, preguntó el policía-- me ví tirada en un mangle con hormigas saliendo por mi boca; recuerdo un hermano muerto, otro que no cuenta los parajes por los que ha andado). Tal vez otra escriba otro buen relato, lleno de chingoteos que inspiren a quien se aburre, o le den idea a quien sabe como no hacerlo, en complicidades sadeanas. Tal vez otro reflexione sobre la vida que es infinita como un río aunque siempre sea distinta, sobre la muerte que siempre gana aunque nos la chinguemos. Quizá alguien hable de las crueldades que practicamos y sufrimos a diario y logre hacer que otro llore o se ría, o piense en el proceso. No sé.
Leer cuesta, escribir más. Son actividades que cansan y agobian. Necesitan adiestramiento, insistencia, concentración y paciencia, aunque liberen de algún modo a quien practica o a quien comparte. Me imagino la posibilidad de compartir de otros modos a los usuales. Compartir la experiencia de unos procesos y sus resultados, desde la oralidad. De la letra a la boca, allí donde se escuche; en medio de una plaza quizás, como en los tiempos primitivos del libro, como hacen en misa; donde haya mucha gente que tal vez oiga o tal vez no. Quién sabe si se detienen. Quién sabe si se les ocurre preguntar o acusar o contradecir, o asentir.
Pienso en una madre atea. En un niño que pregunta por el sentido de todo e intuye respuestas donde otros le han dicho que se encuentran. Van a alquilar una película, en chanclas, con el sudor y los olores del día encima. Pasando por el frente de una iglesia ven que entran los que se visten de domingo y van a misa. Sin miedo a la alternativa que ella ha desechado, le pregunta si quiere entrar. Tiene curiosidad y sabe pensar; llegará a sus conclusiones. Él se entusiasma, dice que sí. Se sientan en una esquina atrás. Ella explica el rito tantas veces vivido (ahora todos de pie, aquí se canta, se leen estas cuatro lecturas, después se predica, luego se come el pan y al final se dan la mano). Él, que había pasado horas jugando XBox, se impacienta... ¿Es muy larga? ¿Cuánto es una hora? ¿Todo esto hay que leer? ¿Por qué no me puedo sentar? ¿Qué quiere decir compasión? Ella se fija en los olores a esperma, en las luces tenues, en el ritmo pausado, sumamente pausado, en la concentración necesaria para poder seguir la prédica del cura (demasiado abstracta y llena de frases hechas para aquellos tiros). Se fija en el sentido de las palabras compasión, caridad, misericordia. "Padecer (sentir) con el otro lo que el otro siente; ponerse en sus zapatos o que el otro lo haga por uno". ¿Por qué entramos aquí? Porque tú querías. ¿Nos podemos ir? Nos vamos. Caminamos a alquilar la película. Hablamos de otras cosas. Ella se queda pensando si los años de vivir el rito le adiestraron la mente para un ritmo que él no conoce. Se insiste al preguntar si hace falta ese ritmo. El letrado moderno quiso suplantar al cura. No se trata de guiar destinos, pero sí de conversar al paso de las palabras a trote, de quien está allí para eso. Bueno, ese ritmo lo vivió una vez en que se quedó horas mirando una laguna salada, se dijo. Los siguió el trote los pasos en la conversación camino al Blockbusters y de vuelta (nos vamos caminando, había dicho ella).
Quién sabe.
1 comentario:
Quien sois???... Mientras leo pienso que me perdi algo de ti. Eres mas complicada e interesante que el recuerdo que tengo de una mujer dulce y bella...Seguire leyendo.
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