Le pusieron el arma en la mano. Era la primera vez que tenía ese metal pesado entre sus dedos. Había sido un niño bueno. Tan bueno como le permitieran los puñetazos que los distintos novios le daban a su madre en el ojo y la cuchillada que vio a sus ocho años, metida en el vientre de otro chamaquito, cuando fue a capear en el caserío de la esquina un moto, marihuana enrolada ya pa que no pasara trabajo, por tres pesos. No se asustó entonces por la sangre ni ahora cuando sentía el objeto frío que guardó con cuidado. Imaginó que la poseción del artefacto que le habían prestado, "por dos o tres semanitas; en lo que se calma el don", era la evidencia de que se había hecho hombre. No los chillidos que le sacaba a la doñita, blanquita como la nieve de los cuentos que nunca había visto, pues no había viajado más allá de Disney. Sabía que hacerse hombre nada tenía que ver con eso, desde las pajas de los 12 años cuando se empeñó con paciencia en conquistar esa cima que le parecía común y banal. Ignorante de sus talentos, suponía que cualquiera podía apuntar un fusil de carne como el suyo y hacer saltar fuera los quejidos, casi silenciosos, primero, desesperados después, hasta que, riéndose, ese fino bombón de menta tenía que taparse la boca para no espantar a los vecinos. Pero ahora lo estaban buscando y tenía que andar con el acero para defenderse.
Allá en su casa con jardinero y cocinera, ella lamentaba haberse quedado sin su chocolate. No que el marido se hubiera dado cuenta, finalmente, luego de que ella hubiera paseado con descaro su caramelo por discotecas y barras, siempre por poco tiempo, porque por más que intentaran salir a pasear, las urgencias se imponían y en medio de la mejor parte del concierto de reggae, rap, reggaetón o salsa, se olvidaban de lo que habían pagado de taquilla o que faltaba que tocara la mejor banda, con la certeza de que el espectáculo estaba por comenzar en otra parte. Luego llegar a la casa un poco mareada y cansadíssssima, de la reunión con las amigas. Ella, que había hablado poco con el dulce ese (¿para qué contarle que el manicurista se había retrasado nuevamente?) y lo había escuchado también soltar pocas líneas que no hablaran de lo rica que estaba, mejor que las mozuelas que todavía no sabían qué hacer luego de la conquista que no era tal, siempre seguras del éxito de sus pestañas (esa piel, esas nalgas duras, doña), ella sabía que aquél sabría cómo se intruduce metal entre las costillas del prójimo para acortar ínfulas de venzanza. El marido sabía muy bien cómo y cuándo experimentar con las altas y bajas de la bolsa, pero no sabría que no hay tiempo para altas y bajas de conciencia cuando uno está de frente al enemigo. El chiquito lo sabía porque lo llevaba en la familia, el barrio y los amigos, como quien le hizo el préstamo solidario, que luego pasaría a facturar de cualquier modo. Nada de esos detalles sabía ella, claro, no era adivina y habían roto comunicación. Pero se lo había leído en la pinta de camisas anchas, cadenón de oro que valía lo mismo que su sortija de casada, pantalla en la oreja izquierda, el tumbe con el que se acomodaba los guevos cuando la veía, hacía media sonrisa y la halaba por el pelo para acercarla a su paquete, a su boca. Ella lo había visto y sabía sin saber que se defendería siempre en la vida con otra arma que, luego de devolver la primera que le prestaron, se compraría asegurándose de que estuviera limpia. Le había gustado la seguridad que se sentía al cargar con el metal pesado entre el pantalón y la nalga derecha. Y, bueno, había hablado con unos amigos, estaba por invertir en un negocio que lo dejaría forrao y sin problemas.
Nadie sabía, pero en el instante en que él se recostara de un carro cualquiera, en frente de la barra que frecuentaba en su pueblo, cigarrillo de pasto en la mano y nalgas protegidas por la sensación fría, que misteriosamente se sentía caliente en el pecho, habría de pasar otra doñita. Él se agarrará las pelotas como por instinto. Sin darse cuenta esbozará media sonrisa. Ella se dejará halar.
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