A Juan y a Chuco, porque aprendo leyéndolos. (Ojalá se aprendiera a bailar con una manual)
No tengo modo de saber con cuánta reflexión se acercó el querido Andy a celebrar sus 50 años en la música, ni cuánto lo sacudió el accidente ocurrido a finales de abril. Los medios atestiguan que bastante. Su presencia conmovida en el escenario el 14 de julio, cuando se pudo celebrar la fiesta luego de una breve posposición y 5 operaciones a una pierna, aún más. Verle la cara a la muerte a cualquier edad le mueve las cosas a cualquiera. Sobre todo si acontece tan cerca de una efeméride, palabra que alude a la posición de los astros en un momento específico y con ello, al espacio infinito y nuestra pequeñez; a la reflexión sobre el tiempo y lo que hemos sido en la suceción de momentos eternos que habrá sido la vida del universo que somos cada uno de nostoros. Esa perspectiva hace que recordemos que somos tan polvo como cualquier otro y que mejor que en algún momento hayamos sido polvo enamorado, que es lo único que nos hace eternos (el polvo, la sustancia transformada de lo que fui, sólo retiene de aquélla forma original un amor—eso dijo Quevedo que era un amor; su escencia inseparable de la materia desintegrada hasta su forma visible mínima). No sé, confieso, cómo se organiza una fiesta de ese tipo: un ícono social, invita al pueblo—que tantos teóricos sociales dicen que no es tal, que nunca lo ha sido porque la misma palabra alude a una idea sin correspondiente en la realidad-- que lo quiere a que lo acompañe a celebrar sus 50 años de trabajo.
Si me invitan a una fiesta me visto de fiesta y llevo un regalo. El regalo, según Derridá (Dar el tiempo. La moneda falsa), rompe el círculo capitalista en el cual todo se da esperando algo a cambio. Pero no es cierto que ese regalo sea desinteresado. A una fiesta llevo el regalo a cambio de la fiesta misma. Si el regalo que le doy a Andy es la taquilla que pago, lo doy a cambio del espectáculo que a su vez él me regala. Acá hay un excedente, sin embargo. Lo que pago (si puedo pagarlo) lo ofrezco a cambio del regalo de una vida (50 años) de goce mío, para mí, en mí, vehiculado por medio de su talento; el regalo me lo ha dado él a mí. Voy incluso contenta; con prisa. Me visto (el pelo, el vestido de volantes que se alzan, la ropa interior de encajes, los zapatos que no me duelan) para asistir a una fiesta formal (¡es la fiesta de Andy!), en la que espero bailar, porque la salsa es baile. Eso dicen los sociólogos y académicos. Juan Otero lo pone de epígrafe a su libro Nación y ritmo, cuando nos recuerda que el baile es un proceso por el cual se crea sentido a través del cuerpo, más allá de la retórica letrada:
Yo no soy médico, ni abogado, ni tampoco ingeniero
Ay, pero tengo un swing
Pero yo tengo un swing que muchos quisieran tener,
Yo casi no se escribir casi yo ni se ni leer mama
Pero tengo un swing, pero que yo tengo un swing que muchos quisieran tener.
Eso dijo el Gran Combo y Andy nos lo cantó allí. Llego tarde y casi sentándome, allí está el swin, me dije en mi silla, y miraba atónita a mi alrrededor como un público de cincuenta años (porque la trayectoria es del artista y del público que lo ha seguido) asistía a un espectáculo concebido para el público—he aquí otra abstracción--que no baila, sino que se sienta en su silla, escucha, aplaude, toma fotos. En la arena del coliseo han puesto, si lo vemos de largo desde el lado sur) hacia la izquierda una gran tarima donde será la representación. Frente a la tarima, las sillas más caras para el público de amigos y los invitados que se apuren a asegurar un buen asiento. En el fondo, detrás de esas sillas, está la pequeña arena de baile. Luego los tradicionales asientos del coliseo, tres cuartas partes en torno a la tarima, los lados del escenario casi igual de caros que las butacas de enfrente. Cinco dólares más baratos que los de las personas que bailan al fondo. “Quiero taquillas de arena, pa bailar”. “Sólo quedan las de los lados”. “Pero se podrá bailar, la gente se parará a bailar no importa dónde estén sentados; en los pasillo si es necesario”. “No”. Contesta el de Ticket Pop. La respuesta es rotunda y mi mente duda. Éste no se habrá leído a Chuco seguro. No habrá ido a muchas fiestas. Por eso dice que no así, como si supiera de lo que habla. Yo lo he visto. Donde hay salsa no existe que la gente se siente a mirar. Me contó Juan Otero que El Gran Combo tocó (¿cuándo? No me acuerdo. ¿El Gran Combo, dijo? Ay mi espaceo) en el teatro de la Universidad y el público arrancó las sillas para poder bailar. Desde entonces la salsa estaba prohibida en ese teatro hasta no sé cuándo, pero recuerdo que cuando nació mi sobrina, que hoy tiene 16 años, mi hermano se escapó del hospital para ir conmigo a ver al Gran Combo en el Teatro de la Universidad y bailamos (mi complicidad debió haber estado con mi cuñada. Debí regañar a mi hermano y decirle que su deber era estar allá, pero el que tocaba era El Gran Combo y a fin de cuentas, por más que yo patalee, no le va a etrar mi feminismo—o más bien familismo—a mi querida bestia hermano quien, cuando nació su hija prefirió irse a bailar con El Gran Combo. Hoy lo contamos como un chiste y hasta mi cuñada se ríe. No me odia, creo. No salió tan mal, entonces; y bailamos). Hasta en bellas artes con Gilbertito sinfónico me han contado que la gente se ha parao pa bailar en las esquinas. Recuerdo a expertos debatiendo, a su vez por las esquinas de la esfera pública la primera vez que se propuso la idea, que era absurdo sinfonicar la salsa. Sólo al Caballero se le ocurre. Me dije entonces, no, ese tipo no sabrá lo que dice y seguramente la gente se para y baila. Compro la taquilla y me olvido de la torpeza de aquel interlocutor que tiene que haber sido adiestrado para decir con seguridad que sí, que la gente sigue las reglas. ¿Desde cuándo en este país?
La próxima línea de la canción que cito dice que no se preocupa si no tiene dinero, puesto que por medio de su swing se lo consigue. Y es verdad. Supongo que ha vivido una buena vida “el niño de Trastalleres”. La importancia, una de tantas aportaciones, de su trabajo es la que señala Rodríguez Juliá en El entierro de Cortijo. Aparece, se impone en la esfera pública, al debate social, y al especio público mediatizado, la aportación de un grupo de puertorriqueños negros. Esa aportación pasa por las letras y los cuerpos, la presencia y el movimiento; el apoderamiento social que propicia, incluso en el sentido monetario. Decía Chuco Quintero que la salsa es eso, performance y diálogo, en contra de la jerarquía implícita en la música sinfónica, su composición individualizada para el espectador pasivo, hecha desde y para el consumo de la razón:
... otra manera de hacer música –más performativa—que emanaba de un contexto social e histórico diferente –con otras concepciones de la naturaleza, el mundo, y su tiempo--, donde la expresión individual sólo se daba en la solidaridad comunal: la colectividad manda y el individuo florea. En ésas, pues, la expresión es necesariamente comunicación: el estribillo comunal manda y el soneo individual florea. En este contexto sociohistórico diferente, las heterogeidades de tiempos frangmentados o discontinuos por la colonialidad del poder, heterogeneidades manifestadas a través del polirritmo, se expresan de manaras descentradas, y atraviesan toda “pieza” que, a su vez, combina siempre la estructura dramática de la composición individual con la apertura impredecible de la improvisación en cadena: donde cada individuo florea en ecadenamientos comunicativos que demarcan los sentidos comunales de ciudadanía. (Cuerpo y cultura 55, énfasis en el original. Se refiere a planteamientos de su otro libro Salsa sabor y control).
Perdonen la cita larga. No sé por donde cortar. Chuco nos está diciendo que la salsa es otra manera de hacer música que implica a la comunidad y al cuerpo; el performance dialogante en el que los distintos sujetos que participan de la comunicación tienen la misma autoridad en el proceso de la representación (ninguno está puesto en una posición pasiva). Más adelante añade que la música se construye en diálogo entre “los agentes sonoros y los cuerpos danzantes”. La celebración de 50 años, me digo yo, son cincuenta años de eso. Pero los tiempos cambian. Para este espectáculo habían puesto a los cuerpos danzantes atrás, lejos de la tarima, lo cual impide la comunicación entre esos cuerpos y los que están a cargo del performance sobre el escenario. La comunicación es como una corriente que pasa de un espectador/partícipe al siguiente, de la tarima a la gente, de la gente a la tarima. Cuando la situación apretaba para que la electricidad pasara de un cuerpo al otro, se disolvía la carga rápidamente. Yo miraba y miraba al público a ver por qué pasillo habría gente bailando; o en qué momento se levantarían todos y se llevaría a cabo la apoteosis (coño, casi lo perdimos, y en estos tiempos se han ido tantos; son 50 años y es una fiesta). Esa rebelión tiene que ser colectiva. Es la comunidad la que dice cómo vamos a hacer las cosas (así está claritamente planteado al final de la crónica de Rodríguez Juliá sobre Cortijo). Yo estaba al lado derecho de la tarima, desde la perspectiva de Andy, casi donde empieza la oscuridad, como en los juegos electrónicos que se acaba el área programada. No había anonimato de multitud encubridora, ni poder de incitación comunitario (electricidad). Pero había espacio y lo peor que podía suceder era que me regañaran. Y me paraba a bailar a veces. Bailé par. Pero estaban todos tímidos. Digo, si fuera una gran bailadora, no habría problemas. Pero ahora la gente toma clases. Hay que ser profesional si es que uno se va a parar a empezar la trifulca, pues el cuerpo está expuesto con la intención de asumir un liderato que no surge de la tarima, ni surgirá tampoco del más mongo.
De momento llega el dominicano. Ese hombre es todo fuerza. Johnny Ventura saluda, abraza a Andy, quien ha bailado con Danny Rivera hasta decirle, “Suave, abusador, que estoy cojo”. Con “A mi manera” se formó el coro. De hecho, si hubo improvización, floreo, ello se vio arriba, en la tarima, entre ellos, los virtuosos. El espectáculo programado tuvo sus momentos de comunicación lúdica entre las estrellas que se sucedían. Y yo esperando que eso explotara. Le toca el turno a Ventura y éste dice-- ¿Porque en la República no ha pasado como aquí? No digo qué ha pasado aquí que allá no, porque esa es otra crónica. Además, a lo mejor es el bendito Choliseo ese o los productores que no pensaron en hacer de toda la arena una pista. Total, las taquillas de los que bailaban valían lo mismo que las de los que estaban sentados delante a la tarima. ¿Y si ponían mesas redondas para los VIPS para que pudieran bailar además de sentarse a mirar?--. El caso es que fue el dominicano quien llegó y sin pensarlo siquiera, inmediatamente, convocó a la masa: “Todos de pie”. Nos paramos y empezamos a mover los pies. Pero cuando se fue Ventura, nos sentamos nuevamente. Ya eso no tenía remedio y yo estaba hundida en la desesperación. ¿De dónde había salido tanto puertorriqueño disciplinado? No había bailadores en los pasillos, más allá de algún intento tímido aquí o allá. Domingo Quiñones, el más que canta, cantó más que nadie, sin menospreciar el vozarrón del setentón de Andy.
En frente mío estaban dos doñitos divorciaos, amigos de toda la vida, seguro. Uno de ellos había llevado a su “jevita nueva”. Bailó en su silla todo el tiempo. Tenía un pari brutal montao. La jevita no se inmutaba. Veía yo cómo le explicaba él de qué se trabata el asunto en la oreja a su pareja. Yo aprovechaba y le preguntaba al otro cualquier cosa, cuando me pasaba, como me pasa a menudo ultimamente, que no veía. De repente llega Atabal. Los pleneros elegantemente vestidos de blanco, montados en la tarima de la fiesta. Sin que se nos ordenara desde la tarima, la gente tuvo que pararse y plenear. La muchacha reguetonerita estaba de pie y bailaba plena en movimientos circulares de nalgas, a la manera del perreo. El divorciao la seguía a ella e intentaba perrear la plena, y yo sin entender por qué abandonaba su actitud aleccionadora a la hora de bailar. La rumba callejera se puede vestir de hilo y ser llevada a un escenario, pero, por más que se haya foscilizado el género de la salsa (¿qué era aquello sino una foscilización?), no habrá más remedio que procesar lo que se ve, lo que se escucha, lo que nos regalan, si es que aquello es rumba, por el cuerpo, como fuera; así atestiguan los movimientos circulares de las nalgas de la niña. El perreo era el signo final que me comunicaba que 50 años después ya estamos en otros tiempos. Sólo se vio exhaltada a la reggaetonerita cuando salió al escenario Julio Voltio, seguido de Dadee Yankee, e infiero que, para ella, las estrellas son esos dos. La salsa y el reggaetón se reconocen como productos de espacios parecidos; en distintos momentos históricos y con otras dinámicas, pero emparentados. Ahí está la evidencia, cuando Yankee se despide diciendo: “Andy, tú eres mi otro papá”. Luego de la plena, el momento patriótico, sucede el final. Encienden luces como cuando sacan una escoba y empiezan a barrer para que la gente se de cuenta de que la fiesta se acabó. ¿Se acabó? Pero si Andy no se despidió y orita decía que me quería mucho. Le dolerá la pierna. Nada de levantarse a aplaudir, a agradecer, a exigirle al músico un bis, una coda. Disciplinados nos levantamos y nos vamos.
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