miércoles, 21 de abril de 2010

Media sonrisa

Le pusieron el arma en la mano. Era la primera vez que tenía ese metal pesado entre sus dedos. Había sido un niño bueno. Tan bueno como le permitieran los puñetazos que los distintos novios le daban a su madre en el ojo y la cuchillada que vio a sus ocho años, metida en el vientre de otro chamaquito, cuando fue a capear en el caserío de la esquina un moto, marihuana enrolada ya pa que no pasara trabajo, por tres pesos. No se asustó entonces por la sangre ni ahora cuando sentía el objeto frío que guardó con cuidado. Imaginó que la poseción del artefacto que le habían prestado, "por dos o tres semanitas; en lo que se calma el don", era la evidencia de que se había hecho hombre. No los chillidos que le sacaba a la doñita, blanquita como la nieve de los cuentos que nunca había visto, pues no había viajado más allá de Disney. Sabía que hacerse hombre nada tenía que ver con eso, desde las pajas de los 12 años cuando se empeñó con paciencia en conquistar esa cima que le parecía común y banal. Ignorante de sus talentos, suponía que cualquiera podía apuntar un fusil de carne como el suyo y hacer saltar fuera los quejidos, casi silenciosos, primero, desesperados después, hasta que, riéndose, ese fino bombón de menta tenía que taparse la boca para no espantar a los vecinos. Pero ahora lo estaban buscando y tenía que andar con el acero para defenderse.

Allá en su casa con jardinero y cocinera, ella lamentaba haberse quedado sin su chocolate. No que el marido se hubiera dado cuenta, finalmente, luego de que ella hubiera paseado con descaro su caramelo por discotecas y barras, siempre por poco tiempo, porque por más que intentaran salir a pasear, las urgencias se imponían y en medio de la mejor parte del concierto de reggae, rap, reggaetón o salsa, se olvidaban de lo que habían pagado de taquilla o que faltaba que tocara la mejor banda, con la certeza de que el espectáculo estaba por comenzar en otra parte. Luego llegar a la casa un poco mareada y cansadíssssima, de la reunión con las amigas. Ella, que había hablado poco con el dulce ese (¿para qué contarle que el manicurista se había retrasado nuevamente?) y lo había escuchado también soltar pocas líneas que no hablaran de lo rica que estaba, mejor que las mozuelas que todavía no sabían qué hacer luego de la conquista que no era tal, siempre seguras del éxito de sus pestañas (esa piel, esas nalgas duras, doña), ella sabía que aquél sabría cómo se intruduce metal entre las costillas del prójimo para acortar ínfulas de venzanza. El marido sabía muy bien cómo y cuándo experimentar con las altas y bajas de la bolsa, pero no sabría que no hay tiempo para altas y bajas de conciencia cuando uno está de frente al enemigo. El chiquito lo sabía porque lo llevaba en la familia, el barrio y los amigos, como quien le hizo el préstamo solidario, que luego pasaría a facturar de cualquier modo. Nada de esos detalles sabía ella, claro, no era adivina y habían roto comunicación. Pero se lo había leído en la pinta de camisas anchas, cadenón de oro que valía lo mismo que su sortija de casada, pantalla en la oreja izquierda, el tumbe con el que se acomodaba los guevos cuando la veía, hacía media sonrisa y la halaba por el pelo para acercarla a su paquete, a su boca. Ella lo había visto y sabía sin saber que se defendería siempre en la vida con otra arma que, luego de devolver la primera que le prestaron, se compraría asegurándose de que estuviera limpia. Le había gustado la seguridad que se sentía al cargar con el metal pesado entre el pantalón y la nalga derecha. Y, bueno, había hablado con unos amigos, estaba por invertir en un negocio que lo dejaría forrao y sin problemas.

Nadie sabía, pero en el instante en que él se recostara de un carro cualquiera, en frente de la barra que frecuentaba en su pueblo, cigarrillo de pasto en la mano y nalgas protegidas por la sensación fría, que misteriosamente se sentía caliente en el pecho, habría de pasar otra doñita. Él se agarrará las pelotas como por instinto. Sin darse cuenta esbozará media sonrisa. Ella se dejará halar.

domingo, 11 de abril de 2010

Quién sabe; de fondo unos tiros

No sé cuándo, no hace mucho, seguro, pensaba que pa dedicarme a las letras tenía que ponerme un disfraz de algo, aprenderme un diccionario de memoria para poder decir nenúfares cuando esa es la palabra que cabe (¿cuándo?) o referirme al acaso e implicar distintos sentidos, todos los que ese libraco (mataburros, decían los maestros con la ironía de entonces) enumera. Me tenía que estudiar la gramática y no confundir el pluscuamperfecto con otras formas del indicativo o el subjuntivo. Recordar las concordancias, despedirme del seseo para siempre, del yeísmo. Ay, Dios, tantas cosas se pedían a alguien que hablaba (habla) con r velar y se come las s hasta llenarse de aire. ¿Y eso qué tenía que ver con que Pirulo le entrara a gahnatás a la jeva hacia el final de la novela; con esa violencia ominosa que me decía algo?

No sé por qué insistí. En verdad me aburría la idea de ser correcta en el sentido de la lengua y en otros que no confesaré aquí. Tal vez me llevó esta ruta porque más allá de las reglas que uno siempre puede olvidar (para eso están) ese mundo de letras me decía cosas que no encontraba dichas por otra parte.

Pienso en los modos en que los letrados quisieron llevar ese mundo al pueblo; los indigenismos o negrismos, el realismo social, el costumbrismo, que nada tienen que ver con la gente que se supone que representaban. Pienso en las letras hoy, tan desilusionadas de todo eso y asumiéndose como un mundo en sí, suyo, para sí, pero que igual dice cosas para quien tenga los libros leídos y la paciencia para descifrar. Pienso y a veces me vuelvo a preguntar por el sentido y la razón de tantas letras que ocupan unas cuantas vidas; cómo es que salen de esa encerrona y llegan, si llegan, otra vez a tener algo que ver conmigo y si no conmigo con otro cualquiera que paga cuentas, se harta del trabajo o se preocupa porque no lo tiene, o anda también harto de la posición misionera, le da calor, o se ríe un rato por cualquier cosa sin pensar en lo otro. ¿Qué es lo que dicen los libros? Se oyen unos tiros de fondo. Y yo sigo escribiendo y leyendo y haciéndome preguntas pendejas.

Tal vez alguien escriba una buena novela en la que haya muchos tiros y nos haga entender algo. O tal vez no. Tal vez el que escribe no ha sido encañonao ni ha encañonao a nadie (recuerdo una vez que ante una pistola--¿o revólver, preguntó el policía-- me ví tirada en un mangle con hormigas saliendo por mi boca; recuerdo un hermano muerto, otro que no cuenta los parajes por los que ha andado). Tal vez otra escriba otro buen relato, lleno de chingoteos que inspiren a quien se aburre, o le den idea a quien sabe como no hacerlo, en complicidades sadeanas. Tal vez otro reflexione sobre la vida que es infinita como un río aunque siempre sea distinta, sobre la muerte que siempre gana aunque nos la chinguemos. Quizá alguien hable de las crueldades que practicamos y sufrimos a diario y logre hacer que otro llore o se ría, o piense en el proceso. No sé.

Leer cuesta, escribir más. Son actividades que cansan y agobian. Necesitan adiestramiento, insistencia, concentración y paciencia, aunque liberen de algún modo a quien practica o a quien comparte. Me imagino la posibilidad de compartir de otros modos a los usuales. Compartir la experiencia de unos procesos y sus resultados, desde la oralidad. De la letra a la boca, allí donde se escuche; en medio de una plaza quizás, como en los tiempos primitivos del libro, como hacen en misa; donde haya mucha gente que tal vez oiga o tal vez no. Quién sabe si se detienen. Quién sabe si se les ocurre preguntar o acusar o contradecir, o asentir.

Pienso en una madre atea. En un niño que pregunta por el sentido de todo e intuye respuestas donde otros le han dicho que se encuentran. Van a alquilar una película, en chanclas, con el sudor y los olores del día encima. Pasando por el frente de una iglesia ven que entran los que se visten de domingo y van a misa. Sin miedo a la alternativa que ella ha desechado, le pregunta si quiere entrar. Tiene curiosidad y sabe pensar; llegará a sus conclusiones. Él se entusiasma, dice que sí. Se sientan en una esquina atrás. Ella explica el rito tantas veces vivido (ahora todos de pie, aquí se canta, se leen estas cuatro lecturas, después se predica, luego se come el pan y al final se dan la mano). Él, que había pasado horas jugando XBox, se impacienta... ¿Es muy larga? ¿Cuánto es una hora? ¿Todo esto hay que leer? ¿Por qué no me puedo sentar? ¿Qué quiere decir compasión? Ella se fija en los olores a esperma, en las luces tenues, en el ritmo pausado, sumamente pausado, en la concentración necesaria para poder seguir la prédica del cura (demasiado abstracta y llena de frases hechas para aquellos tiros). Se fija en el sentido de las palabras compasión, caridad, misericordia. "Padecer (sentir) con el otro lo que el otro siente; ponerse en sus zapatos o que el otro lo haga por uno". ¿Por qué entramos aquí? Porque tú querías. ¿Nos podemos ir? Nos vamos. Caminamos a alquilar la película. Hablamos de otras cosas. Ella se queda pensando si los años de vivir el rito le adiestraron la mente para un ritmo que él no conoce. Se insiste al preguntar si hace falta ese ritmo. El letrado moderno quiso suplantar al cura. No se trata de guiar destinos, pero sí de conversar al paso de las palabras a trote, de quien está allí para eso. Bueno, ese ritmo lo vivió una vez en que se quedó horas mirando una laguna salada, se dijo. Los siguió el trote los pasos en la conversación camino al Blockbusters y de vuelta (nos vamos caminando, había dicho ella).

Quién sabe.

sábado, 3 de abril de 2010

El bolero de los vampiros

El código de honor hacía que mantuviéramos los recovecos del amor en la esfera privada. Lo que fuera público y notorio podía dañar la honra y con ello posibilidad de adquirir puestos, herencias, privilegios. Claro, eso para la clase que tenía todas esas cosas, porque otras no tenían nada que ver con ese código. Pero así, muchas veces los boleros hacen el cuento que se cuenta en la primera radionovela que se popularizó en Cuba: "El derecho de nacer". Hay un cruce de castas, de clases, de razas que no está permitido (por la honra, la herencia y los privilegios) y que tiene como consecuencia la negación del amor y del hijo. Me refiero al contexto de América Latina y su Gran Caribe, lugar donde nace el bolero. En el contexto de la modernidad, el bolero pasó a la esfera pública y en él cantaban hombres, mujeres, gentes de distintas razas y clases sociales. Ese medio permitió que se escucharan voces que decían lo indecible: "y hoy resulta que no soy de la estatura de tu vida". Lo que había permanecido privado y secreto por años--desengaños amorosos, infidelidades, promesas incumplidas--encontraba un lugar para debatirse, para exponer sus efectos: "quisiera abrir lentamente mis venas, mi sangre toda, vertirla a tus pies" o la solución digna "Yo, que ya he luchando contra toda la maldad. Tengo las manos tan desechas de apretar, que ni te pueden sujetar, vete de mí..." . Y lo hizo desde las vísceras, que es lo que el objeto amado se lleva consigo cuando se marcha; las vísceras del amante que en adelante tendrá que vivir vacío de tripas, riñones, hígado, sangre. Los cantantes de bolero son, tal vez, la versión caribeña de los muertos vivos (undead), porque el amor nos mata, a pesar de que no haya más remedio que seguir viviendo, aunque sea evitando nuestra imagen en el espejo y la luz del sol.