domingo, 9 de septiembre de 2012

El otro inasible que me moja: Maretazo




Presentación del libro titulado Maretazo, de José Cáez Romero
miércoles 5 de septiembre de 2012
La palabra maretazo es un neologismo.  José Caez Romero, como hicieron los mejores poetas de vanguardia, se inventa la palabra que titulará su primer libro de poesía, al modo de Altazor, de Trilce.  Como los maestros que se hacen entender a pesar de inventarse un lenguaje, la palabra “maretazo”, que encabeza este viaje concebido por Caez, se posa límpida en la página; como la especie de águila que vuela alto antes de olvidar cómo volar y entregarse a la caída en los versos de Vicente Huidobro; como la saudade, la triste dulcura que se inventa César Vallejo para nombrar sus dos culturas, el acariciado dolor de abandono de la utopía que es la vida en comunidad de su niñez.  Para Caez, un maretazo es un golpe de mar, como un galletazo, un cocotazo, un codazo.  Es la presencia fuerte del otro, su “olarrastre” o su embestida erótica, como dice en “Contigo”:

Contigo todas las veces el mar
la marcha nómada de mi silencio
la cuesta noble y redonda de tu cuerpo,

Contigo el infinito
el azul que se arropa caricia
entre tus pestañas.

Contigo la roca, el musgo
el cielo espuma derramado
en las copas de la aurora.

Contigo la olarrastre de peces
el arrecife duro de tu temple ágil;
el cayo verde casa de frailecillos.

Contigo la marea
el ir y venir de tu maretazo duro:
la corriente velera de las sirenas.  (31-32)


El maretazo es el mar, metáfora del otro con quien queremos comunicar; cuyo ser siempre nos agrede; se nos lanza o nos es lanzado a la cara, aunque vayamos a entregarnos a él, aunque lo veamos pacífico y abierto a recibirnos.  Me explico, para que nos entendamos.  No es que la voz poética sufre una agresión y se construye, por tanto, como víctima.  Es que siempre que nos intentamos relacionar con un otro estamos invocando la violencia.  Cualquier intento de comunicación presupone la violencia de salirme de mi y querer llegar hasta ti, de que tú hagas lo mismo y nos esforcemos por lograr un terreno común que es siempre imposible de acceder puesto que, ¿cómo simbolizar; poner en código, esto es, en lenguaje, a la violenta y radical singularidad mia; del otro?  En eso, precisamente, es que dialoga con Ángelamaría Dávila, puesto que busca palabras para decir la querencia.  La querencia será siempre inefable, aunque no por ello dejemos algunos de querer la comunicación.  A veces abandonamos las palabras y nos lanzamos al otro cual si fuera un cuerpo de mar en el cual pudiéramos zambullirnos.  Bajo la superficie se ven los peces, los moluscos, o bebemos el agua salada misma que al final quema como el ácido.  Esto no es un hecho.  Es un deseo, marcado por el uso del condicional:

Nadaría hasta lo verde en tu cuerpo
como nadaste tú hasta lo amarillo de mí
buscando desahogo
                                    de tus nostalgias.

También cruzaría
lo plateado de tu rompeolas
hasta llegarte al comienzo,
Es ahí donde todo
                                    se cruza en mis pupilas,
donde se dilatan las canciones de lo acuoso,
donde mi mano crustácea
            se cuelga de tu rostro
para escupirte branquias    colores.  

Tú has nadado mis costas
                        las más sencillas.
Has abismado tu silencio en mis orillas
donde el caracol se arrastra
humectando la luz en la distancia
                                                para acogerte.
Nádame más allá del borde,
Ahógame la sospecha
en tu horizonte         de aguaviva. (39-40)


José Cáez y yo el día de la presentación.

Maretazo es un libro con oficio.  Ya se ha visto el motivo del mar, el mar como lenguaje, como metáfora está explorado, en la búsqueda de reflexionar sobre la posibilidad de comucación con el otro.  Reescribir el mar, seguir explorando sus metáforas responde a la voluntad de insertarse en una tradición específica.  En el Caribe, si se quiere abrir paso como poeta, es probable que se termine por rendir culto al mar o, cuanto menos, por pelearse con él; como lo hicieran Julia de Burgos, quien agarrara la metáfora de Heráclito, quien construyó la vida como un río, nunca dos veces la misma agua, siempre yendo a parar al mar, que es la muerte, como dijo el Marqués de Santillana, y la converte en una autobiografía erótica; Virgilio Piñera, poeta maldito cubano, quien entendió que el agua por todas partes resumía la maldita circunstancia del isleño, preso en su isla, siempre imaginándose el mundo grande, más allá del mar, e incluso Antonio S. Pedreira, cuyo Insularismo, también isla aislada, nunca terminamos de reescribir para mostrar que el mar también tiene sus caminos, aunque se borren luego de que el barco pasa.  

Hay veces que se puede sobrevivir la incomunicabilidad del ser en el día a día.  Otras, se parte con la proa directamente dirigida al naufragio.  Pongo esta frase aquí para introducir mi poema favorito de esta colección: 

Hubiera querido entrarte diferente,
azotarte palabras con arena y malicia
en cada intento
de vociferar mi nombre en vano
cuando la hecatombe de peces
estrangulados por el corte del aire llegó.

Hubiera querido llamarte de mi propiedad,
que tú me llamaras de veras tuyo.
Agazaparnos por siempre entre las piernas,
sudarnos las gotas de los tequieros profundos,
no rompernos más el cráneo
con las esperas a solas; al menos, yo a solas
mirando el reloj, esperando tu siempre llegada
de adioses, de tengocompromisos,
de tengo-al-otro-esperándome-en-la-playa,

esa playa que fue tan mía
desde que enredé mis rizos desaparecidos
en alguna rama de mangle
mirándote, con la mirada de kraken
a punto de devorar las tablas de tu barco.

No funcionó el teatro de mi espera,
te digo que agonicé cada minuto
mi inútil voluntad del otro,
de no ser siempre yo a cada paso de tus huellas.

Pude fingir la estabilidad de los árboles que se dan
en lugares donde no existen los huracanes,
pude fingir con la esperanza de tierra flotante
raíces desde los libretos escritos y memorizados
en caso de que el frío nos descubriera
desnudos y bañados en la peste del otro,
amenazando con la huida, su voz de vacío obvio y
frágil.

No encuentro ninguna justa explicación
a mis berrinches de niño caprichoso
más que la de tu miedo a ser frágil,
a romperte en pedacitos con cada entrega.
¿No sabías que desde el primer momento
en que fuimos recuerdo en el cosmos
se nos abrió una grieta para siempre? (87-88)

En resumen, somos seres hechos de agua.  Nuestros cuerpos sudan y lloran, nos tenemos que hidratar para no morir, luego excretar el agua con las toxinas.  Y es que el cambio constante es la naturaleza del agua que es el único compuesto que se encuentra en la nauraleza tanto en estado líquido, como sólido y gaseoso.  Nos inspira calma con su murmullo continuo, aprehensión porque sabemos de su fuerza indomable.  El mar nos alimenta y nos ahoga, nos roba los tesoros y los esconde, puede curarnos las heridas físicas y emocionales o tragarse un pueblo entero, como trágicamente constatamos al mirar espantados las costas de nuestra antípoda, la isla asiática llamada Cipango, o Japón, hace poco más de un año.  Además ese cuerpo de agua que nos fascina, antiguamente poblado por monstruos míticos, no sabemos si es hombre o mujer.  Decimos el mar, la mar.  En el Caribe representamos esa inmensidad indomable como Poseidón o como Yemanyá, según la tradición mítica que escojamos, nosotros, hijos de la cultura trasatlántica y sus violentas mezclas e intercambios.  Entonces, la voz poética es hombre; es mujer, como también cambia el género sexual de su objeto de deseo.  ¿Podemos fugarnos de esa “maldita circunstancia” de estar hechos de agua salada?  Dejo que Caez conteste con Acuífugo:

Triste
con la tristísima perra tristeza de antes,
con la maldita agudeza del dolor milenario
atravesándome la garganta.

Así se viste mi nostalgia
esta tarde de espejismos apalabrados.
Huyendo su voz como oasis fingido que fue,
me abruma el calor, el vapor de la despedida.

Desde este punto
no se escucha la hondonada canción del agua.
Te la llevaste como Caribdis se lleva
a su guarida de profundidad las cosas.

Hace rato que dejé de sentir los pies
con la arena hirviendo bajo la planta.
No hay más paisaje que el vacío inhóspito y salvaje
de tu huida, de tu adiós, de mi ausencia en ti.

Tanto silencio ahora,
tanta inmensa mudez en mi espacio
de paredes rotas.
Tanto espanto
en este desierto que me ahoga,
sí, porque el agua en fuga, tu agua en fuga,
también es un desierto.  (125-126)

El poemario termina con la arena seca, pero sabemos que esta imagen de sequedad que se nos quiere imponer al final no es verdadera.  El agua no se acaba; se recicla.  Más tarde, luego, quizás en la media mañana o en el ocaso; lloverá de nuevo.  Entonces habrá que reabrir el libro circular, cíclico, nuevamente en la primera página y volver a comenzar diciendo:  “Cuando el sonido del oleaje / rompiéndose entre las rocas / y el del aire danzando sobre / la espuma se mezclan, / puedo jurar / que escucho tu nombre”  (29).

No hay comentarios: